No hace tanto la política española estaba empapada de lo que se llamó la nueva política, una suerte de cultura política ascética en la que se presumía de la renuncia a todo cargo, de la fugacidad de los pocos cargos que fueran imprescindibles, los sueldos moderados y a un simulacro exagerado de voto casi de pobreza. Tenía todo el sentido: veníamos de años de podredumbre en los que la corrupción había cooptado a muchos cargos políticos y sindicales y para ello se había servido de sobres, regalos, invitaciones y privilegios inaccesibles al común de los mortales. Los cargos políticos vivían en unas alturas desde las que se veía muy lejos al pueblo al que tenían que representar y servir.

De los consejos de administración de Cajamadrid a la universalización del coche oficial (el Ayuntamiento de Madrid llegó a poner un coche con su conductor para cada uno de sus concejales de gobierno y oposición) pasando por el palco del Bernabéu, los cargos públicos tenían difícil no sentirse una élite separada por un infranquable foso de la ciudadanía común. Había más complicidad muchas veces entre los miembros de esa élite (aunque aparentemente fueran adversarios) que con los representados. Eso fomentaba unas políticas en las que el interés general se convertía en una anécdota secundaria y una sensación de impunidad que ayudó a naturalizar una corrupción absolutamente extendida (desde el regalo de áticos hasta el regalo de títulos universitarios).

Las exigencias de la nueva política tenían todo el sentido como anticuerpos frente a una degradación absoluta de la política española.

No hace demasiado de esto. Apenas unos meses. Y sin embargo lo que estamos viendo desde el 28A y el 26M ha supuesto un giro radical que marea incluso al observador menos atento. No hay una sola exigencia o negociación de gobierno municipal, autonómico o nacional en la que el foco no esté en el reparto de cargos. No se conoce una línea roja programática, una conquista irrenunciable. Sólo sabemos que unos quieren entrar en consejos de gobierno, que otros quieren que los unos no entren aunque se hagan sus políticas, que Ciudadanos quiere trincar buenos sillones con los votos de Vox haciendo contorsionismos para devolvérselos y que al PP le da igual cómo se arregle lo de los sillones de los otros mientras se le garantice el suyo.

Uno recuerda casi con nostalgia cómo las negociaciones de Pujol y Arzalluz con Felipe González y Aznar nos parecían irritantes pasteleos sin escrúpulos porque la investidura dependía abiertamente de la entrega de competencias y presupuesto a sus Comunidades Autónomas. Hoy esto parecería un ejercicio de transparencia y altruismo enternecedor.

¿Alguien conoce alguna diferencia política insalvable para formar gobierno en España que no sea quién será ministro y quién no o si en vez de compartir ministerios se comparten direcciones generales? ¿Tiene alguna queja Vox de los primeros diez días de sectarismo, prohibiciones y censuras del Ayuntamiento de Madrid o sólo le preocupa qué concejalías, consejerías y chiringuitos va a trincar? ¿Sabemos qué le parece a Ciudadanos que los gobiernos de los que forma parte adopten las políticas de Vox o lo único que le preocupa es que no salgan en la foto compartiendo los sillones que con tanta renuncia política han logrado apañarse?

El culmen de la degradación fue el documento exhibido ayer por Vox. Primero por su carácter secreto, algo absolutamente intolerable y que debería ser ilegal. Y en segundo lugar por su obsceno contenido con sólo tres puntos: el primero, los sillones del PP; el segundo, los sillones de Vox; el tercero, la opacidad del acuerdo. Hasta los futbolistas que fichan por un equipo nuevo que les ofrece más dinero tratan de disimular diciendo que éste era su equipo desde niño o que buscaban nuevos retos.

No nos hemos curado todavía de tantos años de saqueo e indecencia como para dejar de tomar la medicación tan abruptamente. Disimulen un poco, que abriendo tanto la puerta va a pasar mucho frío.