Ayer confesó el chófer de Bárcenas. Contó que el Ministerio del Interior, a través de la policía española, le había sobornado para que obtuviera pruebas de delitos. Para destruirlas. El Gobierno español había usado dinero del Estado y estructuras policiales para cometer un delito que evitara la investigación de otros. El PP gobernó como quien dirige una mafia. Y no nos escandaliza: lo tenemos tan normalizado que nadie llama golpista (pese a la facilidad con la que usamos ese adjetivo) a quienes desde el Estado invirtieron la función del Estado, a quienes pusieron a la policía y los fondos reservados al servicio del delito y no de su persecución. Todavía no han llamado golpistas a quienes delinquían para adulterar las campañas electorales y luego delinquían para tapar los delitos previos. Más allá de cómo los llamemos: todavía ningún juzgado ha llamado a declarar a Mariano Rajoy y Jorge Fernández Díaz ante la evidencia delictiva, ante el bochorno mafioso.

Hemos normalizado de tal manera la apropiación por mafiosos de nuestras instituciones que entendemos como amenaza y chantaje al Estado que los delincuentes cuenten lo que saben. Una de las últimas apariciones del mafioso público número uno, el comisario Villarejo, fue una carta a Pedro Sánchez en la que amenazaba con contar «datos que deberían permanecer siempre en la penumbra«.

Los datos que hasta ahora hemos sabido por sus grabaciones son la corrupción del rey Juan Carlos, el funcionamiento mafioso del segundo banco español, la conspiración del PP para destruir pruebas criminales (que habrían llevado a la disolución de cualquier otra persona jurídica), la construcción de falsos informes policiales contra la oposición política, la voluntad del Gobierno de destruir hasta la sanidad de una comunidad autónoma por intereses políticos…

En una democracia normal saber esto beneficiaría al Estado porque permitiría depurarlo de quienes se han infiltrado en él para destruirlo y convertirlo en un instrumento antidemocrático y al servicio del crimen. Sin embargo, no paramos de escuchar que lo que hace Villarejo es echar un pulso al Estado, una amenaza al sistema: no a las personas y organizaciones que lo han destrozado sino al Estado.

Que tire de la manta Villarejo, que lo haga Bárcenas, que no se calle nada ningún delincuente. O mejor, que un juez entre en sus casas, en sus cajas fuertes, donde quiera que puedan guardar dossieres, grabaciones y pen drives, que no puedan administrar a su capricho informaciones que permitan mantenerse en la vida pública a delincuentes que han arrasado el funcionamiento democrático.

El chantaje al Estado no es publicar esa información. Con lo que amenazan a la democracia es con no publicarla y que todo siga igual.