Ha pasado ya una semana del resultado de las elecciones andaluzas y hay suficientes datos como para analizar con un poco de sosiego. Frente a la primera impresión, en Andalucía no ha pasado (ni está pasando en España) lo que en Francia con Le Pen. No hay una extrema derecha/fascismo/populismo de derechas que esté recogiendo una indignación popular y canalizando el voto obrero que antes votaba a la izquierda.
Los votos de Vox salen, como sus dirigentes, del Partido Popular. Si el PSOE y Adelante Andalucía (Podemos e IU) han perdido votos y no suman mayoría no es por la irrupción de Vox sino porque cientos de miles de sus ex votantes no han votado, no porque hayan votado a Vox. Las encuestas que estudian trasvases de votos y el análisis de los colegios electorales donde ha crecido Vox así lo demuestra: son, en su infinita mayoría, ex votantes del PP.
Tampoco el discurso, las propuestas ni siquiera la estética apelan a esa temida transversalidad y modernidad que sí logra Le Pen en Francia (por ejemplo) o que lograron los fascismos europeos en los años 30. Las propuestas de Vox son las del PP y Ciudadanos más dos vueltas de rosca y un eructo. Nos estamos fijando mucho en las propuestas machistas (calcadas de lo que decía Ciudadanos hasta 2015), en las xenófobas (indistinguibles de los discursos del PP cuando se les suelta la lengua) y en las nacionales.
También llama la atención ese discurso que responde agresivamente contra las conquistas de libertades civiles para el colectivo LGTBI y las mujeres; o que se centra en la defensa de la tauromaquia a la que no está atacando nadie más que el desinterés de las nuevas generaciones de españoles, o ese catolicismo rancio que intenta superar la propia Iglesia Católica porque se queda sin grey. Una respuesta identitaria de la España de cerrado y sacristía frente a la rápida secularización de una España cada vez más cosmopolita, europea, abierta y moderna.
Pero nos fijamos poco en las económicas y sociales. También son idénticas a las de PP y Ciudadanos más dos huevos duros. Pero en este caso es mucho más relevante porque ya no apela a cuestiones culturales ni viscerales sino al bolsillo: las pensiones mínimas deben ser complementadas con los ahorros del pensionista, las cotizaciones de la Seguridad Social pueden ir a fondos privados, el IRPF será del 20% para todos los españoles independientemente de la renta salvo lo que supere los 60.000 euros que tributará al 30%, rebaja en el Impuesto de Sociedades… es decir, desmontar lo público, manipular la balanza social en favor (aún más) de quienes más tienen.
Vox no enfrenta a los últimos con los penúltimos. Vox enfrenta a los primeros con el resto. De momento. Vox no es Marine Le Pen en un barrio de Marsella. Vox es Esperanza Aguirre aparcando en el carril bus para ir a jugar al bridge.
Junto a las rentas altas, Vox está apelando a un voto profundamente conservador, viejuno; Vox, afortunadamente, tiene un discurso rancio que no construye una España nueva sino que se aferra a las identidades de una España que pudo ser, pero ya no es. Si en política hay un eje viejo-nuevo (donde PP y PSOE serían lo viejo frente a Podemos y Ciudadanos que serían lo nuevo) Vox hoy está cavando la trinchera en la defensa de lo más viejo. Vox es el Alcázar, es Numancia, es una España atrincherada que se siente agredida por una España nueva que no entiende. Algo muy diferente (y menos peligroso) que las extremas derechas europeas, populares, sociales y modernas.
Pero obviamente, no le faltarán consejeros. Y le explicarán que puede quedarse en una escisión del PP, en un esqueje que no puede crecer más que a la sombra de su planta matriz, pero que eso le genera un techo muy bajo.
Ahora mismo el principal riesgo es que seamos los demócratas quienes convenzamos a todo el mundo de que Vox es Le Pen, ese fenómeno autoritario y antiliberal pero también transversal, popular y moderno que está amenazando las democracias europeas desde los barrios obreros. No es eso, está lejísimos de serlo. No se lo regalemos.