En 2002 Aznar aprobó una resolución en el Congreso del Partido Popular que reivindicaba una cosa que llamaron patriotismo constitucional. Usaban el nombre de una propuesta del filósofo Jürgen Habermas para darle la vuelta: una propuesta republicana que apostaba por vincular el patriotismo a instituciones democráticas en vez de a la nación se convertía en un discurso que subordinaba las instituciones a una idea de nación española muy concreta. Aznar (y los medios y partidos que lo acompañaron) fue el primero en usar la Constitución como martillo de herejes y redujo su contenido simbólico a la unidad de España (entonces frente al PNV) y a la monarquía.

La propuesta le fue útil como partido: desde entonces usamos constitucionalista como martillo de herejes que define a quien antepone como principios irrenunciables a cualquier cosa la unidad nacional y la monarquía. Pero fue suicida para el sistema político e institucional. Como muy bien explicaba ayer Sebas Martín «no hay indicio tan ostensible de la crisis que atraviesa la Constitución que el intento de apropiación de su marco normativo por parte de ciertos partidos. De simbolizar un espacio ecuménico de convivencia, donde cabían todas las expectativas que se adecuasen a sus principios y reglas democráticos, la Constitución vuelve a ser, otra vez en nuestra historia, un artilugio banderizo instrumentalizado por facciones.»

El relato de la Transición de los 90 era extremadamente eficaz: la Transición, la Constitución, acogían en su seno a todo el mundo salvo a fascistas inadaptados y terroristas contumaces. El resto, ex franquistas, socialdemócratas, comunistas, nacionalistas, demócratas cristianos… no es que cupieran en la Transición, es que eran sus autores, sus dueños. Pero con el giro aznarista la cosa cambió: se nos explicó que la Transición, la Constitución… era una cosa de las derechas españolas en la que más nos valía estar a los demás. Esa arma propagandística que sigue usando el aznarismo repartiendo carnés de constitucionalistas (ahora se lo quita al PSOE y se lo da a Vox) puede ser eficaz para la derecha española, pero condena al Régimen de la Transición a su superación: al pasar de ser transversal a ser de la derecha, sólo falta encontrar un nuevo imaginario de transversalidad para paliar la orfandad nacional.

Ayer aprovecharon el 40º aniversario de la Constitución para defender la maltrecha monarquía (la portada de La Razón parece la única transparente sobre qué se intentaba ayer: el acto de homenaje a la Constitución «se convierte en un homenaje a la Corona«). Sin duda la derecha ha conseguido hacer de constitucionalismo un sinónimo de defensa en concreto de la Constitución del 78 y ha reducido la Constitución del 78 a unidad nacional y monarquía.

La ventaja de la irrupción de Vox es que esta extrema derecha es nítidamente nacionalista española y monárquica. Por eso es coherente que la incluyan en el club cada vez más estrecho y tenebroso del constituionalismo. Pero por eso también es más urgente que contrapongamos un espacio mucho más amplio y esperanzador que sea el de los demócratas, el de quienes queremos una Constitución que no se fundamente en la indisoluble unidad de España (que puede ser un postulado constitucional pero no el fundamento de la Constitución) sino en la voluntad del pueblo español, en sus derechos y libertades.