En los últimos años se han dejado descansar los aspectos centrales de la política española en el Poder Judicial. El fenomenal problema político que tiene España con Cataluña se decidió no afrontar políticamente sino sólo judicialmente. Y ante un problema de corrupción monstruoso no hemos tomado medidas contra la corrupción sino que hemos puesto un listón judicial (bastante absurdo, por cierto): la imputación. Así, todos sabemos que Pablo Casado ha falsificado básicamente todo su currículo universitario, pero como el Tribunal Supremo decidió que él no debía ser imputado/investigado por esa falsificación, no pasa nada. En cambio, cuando otros cargos políticos evidentemente honrados son acusados (a veces precisamente por los corruptos) y un juez decide tramitar la investigación… los ponemos en la picota.

La política española descansa en su Poder Judicial. Y más concretamente en la Sala Segunda del Tribunal Supremo, la encargada de juzgar a los aforados acusados de delitos: es decir, a los principales corruptos de España y a los políticos catalanes independentistas; y en ausencia de aforados, es la sala a la que llegarán los recursos de todos los casos de corrupción. Cuando Cosidó presumía de que el pasteleo con el PSOE le permitía mangonear la Sala Segunda del Tribunal Supremo lo que estaba diciendo era que el PP iba a controlar la parte del Tribunal Supremo que le interesa: la que juzga los robos del PP y la que juzga a los políticos catalanes. Lo cual reduce la legitimidad de sus sentencias en esos casos a la nada. Es posible que Cosidó tenga que abandonar su cargo por lo mismo por lo que lo abandonó Cospedal: porque esas cosas no se dicen, se hacen, se saben, se cuentan en un reservado sin cobertura, pero no se mandan a un chat de ciento y pico personas, que pareces nuevo.

En las últimas semanas nuestro Poder Judicial ha ido recolectando razones para merecer la máxima desconfianza. Aún está caliente el escándalo de la sentencia sobre el impuesto de las hipotecas, que dejó en ridículo al Tribunal Supremo rectificando por métodos sorprendentes una sentencia que pudiera beneficiar a la ciudadanía frente a la banca. A la luz de los mensajes de Cosidó es más fácil entender por qué es tan frecuente que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condene a España por no haber dado un juicio justo a los casos relacionados con la política: el último fue (de nuevo) Arnaldo Otegi; el próximo podría ser cualquiera. Y después hemos visto cómo PP y PSOE pactaban cómo iba a ser el Tribunal Supremo y cómo iban a votar los jueces que ellos acordaran. Finalmente hemos visto el mensaje bochornoso e idiota de Cosidó y, tras tantísimo bochorno (nunca antes) el propio Marchena ha tenido que apartarse y renunciar a ser votado por los jueces al dictado de PP y PSOE. El propio archivo del caso Casado, simplemente por el privilegio estar aforado ante el Supremo, echó unas cuantas paletadas de tierra sobre la tumba de Montesquieu y con los mensajes de Cosidó se entiende aún mejor.

La crisis de legitimidad del Poder Judicial es monumental y es muchísimo más importante que el colapso funcional al que ha conducido la renuncia de Marchena y el patético teatrito del PP para acusar a los otros de su mangoneo y su torpeza y registrar como gran novedad una ley de 1980 (que, por cierto, en nada hace al Poder Judicial más democrático que el actual sistema). Lo peor no es que se rompa el acuerdo del chalaneo: lo peor es el desnudo integral del edificio judicial español.

La crisis de legitimidad del Poder Judicial sería siempre una crisis de Régimen, pero muchísimo más cuando por incompetencia hemos dejado caer en el Poder Judicial el principal peso del rumbo político del país. Y aún más cuando el resto de las instituciones (empezando por la Jefatura del Estado) están lejísimos de haber superado la crisis de Régimen que acarrean desde hace años.

Poco a poco, gota a gota vuelve la crisis de Régimen.