Ayer lo volví a hacer. Leí, de nuevo, una columna de Javier Marías. La anterior que leí fue una en la que, tras aclarar en la pimera frase que «hace años que no voy al teatro» explicaba con mucha solemnidad por qué el teatro que se ha hecho en estos años es una mierda. No necesitaba ver aquello que desprecia para despreciarlo.
Aquella columna se titulaba «Ese idiota de Shakespeare«; la de ayer «Estupidez clasista«. Como ya digo que no había leído las columnas publicadas por él entre aquélla y ésta (y como además no soy Javier Marías para poder sentar cátedra sobre aquello de lo que no tengo ni idea) ignoro si las escritas entre ambas también incluyen en su título un insulto y en su contenido una exhibición de desconocimiento de lo que se desprecia con tanta altivez.
La de ayer, tras explicar que los dirigentes de Podemos «simpatizan con buena parte de las vilezas del mundo» (total, qué más da) atacaba a Pablo Iglesias por aquella preguna a Rajoy en la que usó aquellos «me la bufa«, «me la pela«, etc… No creo que fuera el mejor discurso de Pablo Iglesias pero si fue bueno o malo no tuvo que ver con lo que decía Marías: éste criticaba que Iglesias dijera que usaba esas expresiones por ser propias de la gente común (supuesto sobre el que basaba Marías toda su diatriba), cuando lo que dijo Pablo Iglesias era que las usaba porque eran propias de Mariano Rajoy.
Resultan poco interesantes ambos artículos (lo prudente es alejarse de edificios cuando se ve que la base sobre la que están construidos es tan endeble). Lo curioso es el pequeño prestigio intelectual que alcanzan en prácticamente todos los submundos políticos y culturales las simplezas escritas con petulancia y cargaditas de insultos.
Obviamente el género no es exclusivo de Javier Marías aunque bien se le podría dar el título de patrono de honor. En ámbitos supuestamente lejanos al novelista abundan los supuestos intelectuales (o incluso intelectos bien dotados pero perezosos) a quienes basta con despachar a quienes no se alinean con sus postulados y/o intereses con categorías supuestamente reflexionadas (neo-loquesea es la fórmula más fértil) vertidas desde un ficticio trampolín moral desde el que se ve con claridad que los otros son trepas ya sea como protagonistas o como entorno de trepas mientras los nuestros están donde están por su altura moral, intelectual y militante.
El desprecio intelectual gratuito y altanero tiene un soprendente prestigio intelectual.
Entre tantos cuentos infantiles macabros, crueles, machistas… hay uno que nunca deberíamos haber olvidado, que siempre deberíamos tener presente: aquel de un falso traje nuevo del emperador que nadie denunciaba por la advertencia de unos estafadores de que quienes no vieran el traje eran tontos. El emperador paseó en pelotas por la ciudad y todos menos un niño no acomplejado quedaron en evidencia.
No merecen ningún prestigio quienes nos estafan con muchas esdrújulas anunciando que quienes no les den la razón son idiotas, vendidos, estúpidos… Ninguno. Merecen sólo que les digamos que no están enseñando traje alguno, que quizás sean estupendos modistas (o puede que la estafa sistemática les haya hecho olvidar cómo se cose de verdad) pero que lo que nos muestran es un desnudo. Un esdrújulo pero mayúsculo desnudo intelectual.