No parece muy arriesgado dar por hecho que el día de hoy concluirá sin un candidato a la presidencia del gobierno que tenga garantizada su investidura. Los planes de Rajoy de ser investido la semana que viene ya no tienen sentido. Su amenaza, filtrada a varios medios, según la cual o esos planes se cumplían o provocaría terceras elecciones han pasado al olvido.

El contraste entre el resultado del 26J y lo que esperábamos nos hizo interiorizar que la profunda crisis política («crisis de régimen») que llevábamos tiempo diagnosticando o no era tan profunda o al menos estaba en vías de solucionarse sin los importantes cambios políticos y sociales que eran deseables. Hoy podemos constatar que no es del todo así, que más bien ocurre que pensábamos que lo viejo sí se estaba muriendo ya, que lo nuevo sí estaba ya naciendo y que lo único que nos dijo el 26J es que no había condiciones para el parto de lo nuevo. Pero lo viejo agoniza y de qué manera.

Que no hubiera gobierno tras el 20D ya fue una disfunción absoluta. Lo ordenado habría sido un gobierno de continuidad (uno infame presidido por Rajoy o el más aseadito de Pedro Sánchez con el programa de Ciudadanos que intentaron) que hoy estuviera aplicando ya los 10.000 millones de recortes que dicta Bruselas y los al menos 5.000 añadidos que tocarán para el año que viene. Lo ordenado habría sido que en plena crisis territorial España tuviera un gobierno regular que mantuviera la estabilidad sin arriesgarse a que apareciera la cloaca de Interior en una campaña electoral. Lo ordenado, desde luego, no era someterse al riesgo de que unas nuevas elecciones podrían haber traído un gobierno liderado por Unidos Podemos o que, como mínimo, hicieran añicos el sistema de partidos. Lo ordenado no les salió y desde luego no fue por un maléfico plan de El Poder (que contara con adelantos electorales distintos a los que tenía todo el mundo) sino porque los resortes del orden continuista fracasaron.

Tras el 26J el camino ordenado parecía despejado tanto por la terquedad y el hastío del electorado (que hacen suponer que tantas veces como sea convocado dejará un puzzle parecido) como por la urgencia con la que nos tienen que asestar los recortes vitales que conllevarán esos 15.000 millones de euros. Que Rajoy pusiera una ministra al frente del Congreso cuando ya perdió a Soria y no tiene capacidad de nombrar nuevos ministros evidencia que ese plan de lograr una investidura en breve era sincero.

Pero de nuevo fracasan. No ayuda, desde luego, que el PP tenga cada día un escándalo mayor, cualquiera de los cuales conduciría a una asociación ordinaria a la disolución: no ponen fácil que les dé el gobierno nadie que pretenda volver a pedir el voto a ciudadanos mínimamente escrupulosos. El parche Ciudadanos a duras penas se mantiene en juego pero desde la irrelevancia real. Su concurso es meramente estético pues si pasa de la abstención al sí hará más sencilla la rendición del PSOE, pero nada más: la utilidad de Ciudadanos ha sido mantener a los partidos más corruptos en el poder autonómico, recoger una parte de la sangría de votos del PP y del PSOE para evitar que cayera en malos lugares y esperar que cuando suceda la upeydización esos votos vuelvan a casa.

El PP y Ciudadanos no están funcionando bien, pero el colapso real del continuismo está en otro lado. El PSOE sufre una parálisis absoluta. Más pendiente de su crisis interna, de su inminente Congreso y de la batalla por mandar a Sánchez a la Historia, nadie del PSOE (salvo quienes ya están fuera del juego) puede impulsar la vía de orden: dar el gobierno a Rajoy y su partido procesado.

El otro motivo del colapso es que tres de las cuatro mayores fuerzas políticas habían decidido proscribir todo diálogo con el artista antes conocido como CDC y ERC, lo cual obligaba a conseguir 175 diputados sobre 350 pero excluyendo a 17 de los posibles 175. Felizmente la falta de escrúpulos del PP, Ciudadanos y CDC han roto este bloqueo: el único avance de todos estos meses es que ya se puede hablar con ellos sin ser un rompeEspañas.

Sólo hay tres alternativas y las consecuencias de dos de ellas son un previsible desastre. Las terceras elecciones serían un disparate y la permanencia en el gobierno del partido procesado, estructuralmente corrupto y que nos ha asestado tantos recortes sociales y democráticos en tan poco tiempo sería un suicidio para el país. Queda la posibilidad de un gobierno liderado por el PSOE que sería más precario por su situación orgánica como partido que por los apoyos parlamentarios que podría tener para la investidura y al que las exigencias de los otros partidos para poder sacar adelante leyes y presupuestos ayudarían a no ser el PSOE rendido a poderes ilegítimos que tantas veces hemos sufrido.

No sería una gran noticia un gobierno del PSOE ni de Pedro Sánchez: intentamos un gobierno de cambio real, que apostara valiente y sinceramente por la democracia, sin más ataduras la soberanía popular y el cumplimiento efectivo de todos los derechos humanos. Pero más allá de las razonables aspiraciones,  las cartas que se repartieron el 26J dan sólo esas tres opciones. Falta que, tras el fracaso reincidente de Rajoy hoy, Pedro Sánchez tenga el coraje, esta vez sincero, de intentar apoyarse en la mayoría parlamentaria que quiere mejorar este país.

No atreverse sería entregar a nuestro país a opciones desastrosas y evitables, sería traicionar a nuestro país. Lo nuevo no ha acabado de nacer, pero hay que ir enterrando lo más putrefacto de lo viejo  para evitar que surjan monstruos. Y para eso sí tenemos cartas.