Cuando se supo que Manuela Carmena se presentaba para ser la alcaldesa de Madrid por Ahora Madrid una vecina me contó que la conocía. Mi vecina supo que la dictadura franquista la estaba persiguiendo por su militancia política en el PCE. Y una abogada le ofreció su casa para esconderse allí hasta que se pasara el peligro. Mi vecina estaba emocionada al saber que esa abogada a la que estaría agradecida de por vida, Manuela Carmena, podría ser la siguiente alcaldesa de Madrid poniendo fin a tantos años de saqueo que ha arruinado nuestra ciudad.

No he escuchado a Manuela Carmena presumir de tanta cárcel y sangre que ha tenido a su lado por defender la democracia. Durante la dictadura, durante la Transición, librándose de la matanza de Atocha en la que fueron asesinados sus compañeros de despacho por puro azar. Lo único que le he llegado a escuchar es que en los años de lucha por la democracia nunca se encontró a Esperanza Aguirre ni a quienes no se quitan (ahora) la palabra «totalitario» de la boca.

Manuela Carmena es una demócrata. Los demócratas pelean por la democracia como un deber cívico, una obligación ética. No se trata de convertirse en mártires para ser colocados en altares; no se trata de engalanarse el pecho de medallas por batallas ganadas o perdidas pero peleadas. Se trata de vivir con dignidad.

En las antípodas de eso están quienes pretenden situar a ETA como el problema de los madrileños en 2015. Felizmente esa organización nunca va a asesinar más en Madrid ni en ningún lado. Se acabó: es una de las pocas buenas noticias que ha tenido este país en los últimos años. Lo único que hace fuerte hoy a ETA son los mezquinos que vinculan toda lucha por la dignidad y la decencia (desde la PAH y el 15M hasta Manuela Carmena y Podemos) con ellos: nadie ensucia más la memoria de sus víctimas que quien pretende que los cientos de miles de personas que luchan por la justicia son en realidad filoetarras, regalándole a ETA un espacio entre la dignidad que no merece.

Frente a personas que asumen la lucha por la democracia como un cumplimiento de obligaciones por el que no se puede presumir, los indignos que usan el sufrimiento y la sangre como un instrumento para la mentira, la miseria y el rédito meramente electoralista.

Ese es el lado infame de la campañita orquestada por el PP y su pesebre mediático. Pero hay otro lado que hace de esta infamia un síntoma muy positivo. Esta campaña no es la primera: es la misma campaña que han lanzado contra todo aquello que gozara del favor popular. Es incluso la campaña que usaron contra Zapatero (¿recordamos cuando el 11M era un atentado planeado por el PSOE y ETA conjuntamente?) en la primera legislatura de oposición de Rajoy en la que éste sabía que no tenía ninguna posibilidad de ganar las elecciones y sólo lanzó las consignas sectarias para conservar a sus creyentes más recalcitrantes.

Y eso es lo que hay estos días. Hay una percepción evidente entre quienes manejan datos de campaña de que se está recuperando la pulsión por el cambio y que las elecciones del 24 de mayo van a devolver a la gente un montón de ciudades importantísimas y comunidades autónomas. Quienes participamos en campaña vemos una ilusión y una cantidad de gente en los actos que es casi más reveladora que los datos de las encuestas. La reacción histérica del poder es otro síntoma evidente. Viene el cambio y sólo pueden reaccionar con pataletas obscenas y bochornosas como estas campañitas que sólo puede digerir su núcleo más férreo.

El PP, su pesebre mediático y su más despendolada guerrillera indignan a cualquier persona con un poco de decencia. Pero si rascamos más allá, si tenemos claro que nunca se han creído ninguno de sus berridos sino que son meras tácticas adaptadas a la situación electoral concreta, la infamia transmite una grandísima noticia: son perfectamente conscientes de lo que está pasando. Y lo que está pasando es que van muy rápido hacia abajo y que está creciendo a una gran velocidad la ilusión por el cambio, que las urnas se van a llenar el domingo de cambio, que se acabó su saqueo, que no van a poder ofrecer nuestro país a los constructores a cambio de sobres.

Se acabó, lo saben, por eso pegan zarpazos desesperados. Celebrémoslo el domingo confirmando sus temores.