En la primera legislatura de Gallardón como alcalde de Madrid puso la ciudad patas arriba para que de los bolsillos cayera todo el dinero que hubiera (y sobre todo las tarjetas de crédito) y poder pagar con el dinero (y sobre todo con el crédito) una monstruosa obra que enterraría gran parte de la M-30. Durante esa legislatura la ciudad era inhabitable y la popularidad de Gallardón bajísima. Pero el alcalde contaba con una baza: se saltó todas las normas legales para acelerar la obra, que estuviese terminada meses antes de las siguientes elecciones y que la ciudadanía recordara aquello sólo como una pesadilla pasada.

En la segunda legislatura no ha hecho nada. De las escasas promesas que había hecho sólo ha cumplido dos: reacondicionar la calle Serrano (en la milla de oro del Madrid nacional) y montar un nuevo Ayuntamiento en Cibeles gastándose para ello el dinero que negaba a otras promesas incumplidas más baratas e importantes.

Por el camino legalizó la corrupción urbanística. Como nos enteramos de que las licencias urbanísticas de Madrid se entregaban en la cueva de Ali Baba (que aquí se conoce, en plan chulapo, como Guateque) a Gallardón se le ocurrió que comprar funcionarios es ilegal pero comprar empresarios no (la lógica del beneficio debería ser secundaria en la administración pero es coherentemente primaria para un empresario), así que para combatir la delincuencia urbanística decidió que las licencias las dieran empresas. Es como si para evitar los infanticidios rebajamos la mayoría de edad a los dos años y así ya no son infanticidios.

La gestión de Gallardón como alcalde en ocho años se puede resumir en una letra y dos números: M-30. Para saltarse la ley Gallardón decidió tomarnos por gilipollas a los madrileños: le cambió el nombre (‘Calle 30‘, nombre bobo que sólo se oye cuando el Ayuntamiento da el parte del tráfico en la radio) y dijo que como era una calle y no una autovía (aunque se mantuviera la velocidad máxima por encima de la de las calles) no hacía falta estudio de impacto ambiental como exigía la ley. Los tribunales le dijeron que sí, que hacía falta tal estudio. El Ayuntamiento contestó que vale, que ya lo enviaría, mañana traigo los deberes, señorita. Ayer el Tribunal Superior de Madrid declaró ilegal nueve de las doce partes de aquella obra. El proyecto más importante de Gallardón, aquel por el que esta ciudad estará arruinada durante décadas fue ilegal. Pero no pasa nada: ¿alguien en su sano juicio piensa que Gallardón asumirá el durísimo golpe y se irá para casa?

El mismo día los tribunales anulaban el sistema de licencias con el que Gallardón respondía al Guateque. ¿Alguna respuesta? ¿Alguna petición de perdón? ¿Alguna dimisión? Nada, unas risas. Hace unos días escribía que Madrid era una ciudad sin ley porque las leyes y sentencias son un parte del atrezzo absolutamente secundaria que en ningún caso doblegan los caprichos de lideresas y lideresos. Ayer, tras las dos sentencias que ilegalizaban toda la gestión de Gallardón como alcalde, éste no se dignó siquiera a dar una rueda de prensa sin preguntas en las que dijera que la culpa es de ZP que ha pactado con la ETA. Ni eso. No dijo nada, como si no tuviera ninguna importancia.

Cuando hablamos de Islandia solemos mencionar que allí han encarcelado a los banqueros que han arruinado al país. Aquí, en Madrid, tiene pinta de que el señor que ha arruinado a la ciudad a golpe de caprichos carísimos e ilegales no sólo no será juzgado, ni ha dimitido, ni ha anunciado que deja la política. Se presenta a la reelección (¿no habíamos quedado en que el tercer mandato suponía perpetuarse en el cargo?) e incluso alguna que otra encuesta dicen que los madrileños estamos dispuestos a votar al hombre que se saltaba la ley para arruinarnos. Supongo que es humor castizo.

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