Feyerabend PopperDecía Feyerabend, un filósofo austriaco, que la ciencia no avanza conforme a un método rígido sino con el morro de cualquier ideología (incluidas las religiosas). Así rechazaba la teoría de la falsabilidad (la ciencia emite enunciados que descarta si hay evidencia en contra y mantiene mientras la evidencia los va corroborando aunque esa corroboración no puede demostrar su verdad) de otro filósofo austriaco, Karl Popper. Feyerabend afirmaba que cuando un enunciado es refutado por la evidencia lo que suele suceder es negar que la evidencia refute el enunciado. Así, la comunidad científica se comportaría como una comunidad religiosa más: manteniendo los dogmas hegemónicos contra viento y marea. Según Feyerabend, cuando las observaciones falsan la teoría se dice que las observaciones no son buenas o que esta vez no ha funcionado el experimento por lo chapuceros que son los señores de ese laboratorio o, casi siempre, se añaden excepciones al enunciado falsado para evitar prescindir de él; como la Iglesia convierte en metáforas las manzanas de Eva y la segunda venida del Mesías en menos de una generación cuando ya no encuentran quien se crea que ambas son verdad. Feyerabend añadía que esa flexibilidad de la ciencia era positiva porque la hacía más humana, más mundana, mientras un método riguroso e inflexible iba de la mano de una mentalidad autoritaria (por estas cosas Feyerabend fue pasto de las imposturas intelectuales de Sokal y Bricmont). Si los filósofos de la ciencia fueran como los equipos de fútbol yo diría que soy de Popper (en cuestiones científicas, en las políticas creo que fue un cretino), no de Feyerabend. Con sus matices, la religión es siempre ideológica y mítica mientras la ciencia puede ser rigurosa y metodológica y cuando lo es nos permite tomar decisiones sobre suelo sólido: frente al mito, el conocimiento científico es condición necesaria de la libertad.

La visión de Feyerabend es tremendamente peligrosa para la ciencia. Quienes tenemos la firme voluntad de que el conocimiento sobre el que cabalguemos sea  el científico le pedimos a éste la continua autorrevisión crítica, la ausencia de prejuicios y condicionantes ideológicos que nos permita tener un conocimiento más riguroso sobre el mundo en el que vivimos. Gracias a que generalmente funciona así tenemos vacunas, curamos enfermedades antes mortales, pensamos que en unos años se curarán las enfermedades que nos matan ahora, vivimos con más comodidad y sabemos los riesgos que corremos. Conocemos el cambio climático gracias a la ciencia y también sabemos que los enfermos de Alzheimer no han sido poseídos por un demonio; incluso podemos follar sin riesgos sanitarios ni vitales, por pasar un buen rato, cosa que no sucedería si pensáramos que los niños y las enfermedades venéreas las trae algún dios.

Todo eso lo hemos conseguido gracias a científicos que no se han dejado sobornar por supercherías, por órdenes de poderosos ni por intereses económicos y que han sabido romper con ideologías dominantes incluso al precio de la hogera. Sólo por el afán de conocer, por la capacidad de cuestionarse lo que dan por conocido, por la humildad que supone aceptar que podían estar equivocadas sus más sólidas convicciones.

Es cierto que no usamos un único método científico. Cuando no nos funciona un programa informático apagamos el ordenador y lo volvemos a encender. Sólo si sigue sin funcionar acudimos a mayores complejidades técnicas. En cambio, cuando tenemos una gripe no apagamos el cuerpo a ver si vuelven a encendernos ya sin gripe. Las consecuencias de que el ordenador no se vuelva a encender son sensiblemente menos graves que si el cuerpo de un griposo no se resetea (y además la probabilidad de que efectivamente se encienda el ordenador es algo superior a la de resucitar a un griposo al que hemos matado antes de llamar a un médico sin encontrar después el botón de encender). La ciencia es prudente y prueba primero las vacunas en ratas cuya muerte nos afligiría (pero menos) y pasa a humanos cuando ya ha comprobado que el compuesto no obliga a reiniciar a nadie. La experimentación avanza teniendo muy en cuenta la relación entre los posibles beneficios y los riesgos del experimento. Yo me he ofrecido a que experimenten conmigo para curar el Alzheimer pero no estoy dispuesto a que experimenten conmigo para hacer pruebas contra las patas de gallo.

El mismo riesgo puede valer la pena o no en función del hipotético beneficio. El mismo beneficio puede valer la pena o no en función del posible riesgo.

Algunos de estos brochazos deberían tenerse en cuenta en el debate nuclear.

Se me hace difícil saber qué evidencia empírica puede haber para garantizar la seguridad de los residuos durante todo su periodo de toxicidad que puede llegar hasta los 250.000 años (periodo que tampoco sé cómo se puede calcular, aunque entre 250.000 años y mucho tiempo la diferencia práctica tiende a cero). Las garantías de seguridad de los residuos no pueden ser más que hipotéticas puesto que no hemos podido hacer experimentos que duren tanto tiempo. Eso puede ser muy fiable pero dadas las consecuencias de un posible error no debería bastar. Las vacunas también funcionan primero teóricamente pero no se administran a la población hasta que pasan por fases de experimentación previas en las que las consecuencias de un error imprevisto son muy menores.

Recordemos que incluso si la energía nuclear fuera absolutamente segura antes, durante y después de su producción, ésta tendría unos beneficios perfectamente limitados. La energía nuclear necesita para su producción recursos finitos cuyo agotamiento se calcula en ochenta años (más tarde que las pensiones, es cierto) salvo que, como pretenden algunos, se haga de la nuclear la gran apuesta energética del siglo XXI. En tal caso se aceleraría el consumo de recursos, que se agotarían  en lo que invade uno un par de países con minas de uranio.  El beneficio sería, en todo caso, un parche temporal, en ningún caso una gran solución definitiva. A cambio los perjuicios potenciales (accidentes nucleares, liberación de emisiones tóxicas de los residuos…) podrían parecernos inasumibles.

Hasta Chernovil el enunciado que defendían quienes tachaban a los anti-nucleares de tecnófobos (comeflores, perroflautas, ecoguays…) era “La energía nuclear es perfectamente segura“. El accidente de Chernovil falsaba tal enunciado y lo que se hizo fue añadir una excepción: “La energía nuclear es perfectamente segura salvo en países chapuzas y cutres“. Japón no es un país chapuzas y cutre. La tecnología nuclear empleada allí estaba al primer nivel mundial pero cuando se ha sometido a condiciones extremas hemos tenido Fukushima. Las condiciones extremas son las que nos valen para medir la resistencia de las cosas: en Ikea hay una maquinita que machaca una silla poang (nunca la compréis sin el reposapiés) para que veamos que resistirá a nuestra espalda durante la lectura de La Lógica de la investigación científica por muy gordos que estemos. Fukushima ha ejercido de silla poang, el terremoto la ha puesto a prueba y hemos escuchado un crujido que no nos dice nada bueno de la silla.

Ahora toca a la comunidad científica comprobar que la evidencia ha falsado el enunciado. La apuesta por a energía nuclear exige correr peligros. No se trata de un miedo mítico a lo moderno, ni a lo grande, ni a los hombrecillos verdes radioactivos. En condiciones normales no pasa nada, de acuerdo. Pero si pasa, lo que pasa no es asumible. Y, contrariamente a lo que nos decían, la mejor de las tecnologías disponible sometida a condiciones duras puede no aguantar y de hecho en Fukushima no está aguantando. El tren bala también se ha fastidiado, pero las molestias causadas por unos y otro hacen que valga la pena el tren bala aunque no sea infalible, mientras que de una central nuclear la falibilidad puede hacernos revisar en más profundidad nuestras apuestas.

También podemos seguir añadiendo excepciones: acaso la energía nuclear sea segurísima salvo en países chapuzas y cutres y con riesgos sísmicos, hasta que el próximo accidente nos haga añadir otra excepción. Si hacemos eso estaremos haciendo de la ciencia algo parecido a lo que proclamaba Feyerabend, una ideología sometida antes a prejuicios e intereses que a la evidencia; podemos por el contrario proclamar que la infalible seguridad de las centrales nucleares ha sido falsada. A partir de ahí podemos decidir políticamente si nos vale la pena correr el riesgo, seguir consumiendo energía al ritmo actual esperando que no pase nada o negarnos a asumir un peligro tan importante y adelantar el cambio de modelo que de todas formas habrá que asumir en pocas décadas. Y también tenemos que plantearnos el dilema ético de si tenemos legitimidad para optar por asumir esos riesgos que no sólo asumiremos nosotros (quienes disfrutaríamos los supuestos beneficios de tener una fuente de energía más durante unos años) sino también las generaciones futuras que no habrán podido tomar la decisión ni participar de sus ventajas pero convivirán con los residuos que habremos enterrado con tanta seguridad como la que tuvimos al construir Fukushima.

Ahí está una nueva oportunidad de emancipar a la ciencia de intereses económicos y prejuicios y asumir lo que nos dice la evidencia para que con ésta y no con dogmas no sometidos a la comprobación empírica tomemos toda la sociedad las decisiones que consideremos más adecuadas y para las que tengamos legitimidad ética.

Ya decía que en estos temas soy más de Popper que de Feyerabend. Estamos ante un derby. Espero que ganen los míos aunque como sucede en el fútbol, cuando un jeque árabe compra el equipo rival puede hacer fichajes magníficos y terminar ganando. Es lo que tienen los petrodólares.

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