Hace tres o cuatro años conocí físicamente a Javier Ortiz. Fue una mañana del domingo de la Fiesta del PCE. Lo cual seguramente no importa a nadie más que a mí por esa sensación de reencuetro que tuve ayer al acudir en otra mañana del domingo de la Fiesta del PCE a la presentación de José K, torturado, obra de teatro escrita por Javier Ortiz tras una conferencia de 1996 titulada Tortura y doble moral.
Fue la única incursión en la ficción que hizo pública Javier Ortiz: un monólogo para ser estrenado en teatro. La presentación corrió a cargo de Joaquín Recio, de la editorial Atrapasueños, Jorge del Cura, de la Coordinadora para la Prevención de la Tortura, Sandra Toral, actriz que propuso a Javier Ortiz que escribiera la obra al ver lo sucedido en la citada conferencia y que dirigió su única puesta en escena (una lectura pública llevada a cabo por Ramón Langa en abril de 2005) e Isaac Rosa, escritor y autor de la columna que dejó vacía Javier Ortiz cuando murió. En la primera fila estaban Charo, compañera de Javier, y Ane, su hija, tantas veces citadas en los apuntes de Javier.
Al llegar a casa leí el libro José K, torturado: la obra de teatro y los artículos que acompañan (el prólogo, de Isaac Rosa, la conferencia que dio lugar a la obra y varios apuntes del natural referidos a aquella lectura dramatizada de 2005). Por último hay un breve texto de la Coordinadora contra la tortura que explica cómo Javier y ahora Charo han impulsado que los beneficios morales e intelectuales pero también los económicos del libro sirvan a la lucha contra la tortura, contra toda tortura.
José K es un terrorista. Un despiadado criminal que ha puesto una bomba en una plaza abarrotada de gente, que ha sido detenido por la policía, la cual sabe de la existencia de esa bomba pero no su ubicación. La única forma de que no se produzca una matanza brutal es que José K explique dónde está la bomba y lo haga rápido. Ese es el dilema moral que plantea Javier Ortiz. Es el que le sirve de medidor de la oposición a la tortura.
No puede ser de otra forma. Todos estamos en contra de la tortura inútil de inocentes. Como todos estamos en contra de la aplicación de la silla eléctrica a inocentes escogidos al azar: esa oposición evidente no es la que sirve para medir si uno se opone a la pena de muerte, sino el caso del más sanguinario asesino que se nos ocurra. Se está contra la tortura si uno se opone en los casos en los que hay gente que estaría a favor. Cuando se tortura a un brutal canalla del que se puede obtener una información valiosísima, sólo se oponen quienes están contra la tortura. Los demás están a favor y lo que varía es el entusiasmo: sólo en casos extremos, faltaría más, no debatimos sobre la tortura rutinaria como no lo hacemos de asesinar a inocentes.
Es imposible explicar la única solución al dilema planteado mejor que Javier en aquella conferencia, a pesar de lo cual, según contó Sandra Toral, muchos de los asistentes no sólo no quedaron convencidos sino que se sintieron muy molestos:
A mí, la existencia de semejante personaje no sólo no me importa en absoluto, sino que me parece socialmente inconveniente. Si le hubiera partido un rayo según se dirigía a poner la bomba, tanto mejor. El daño que pudiera sufrir en el curso de la tortura me es igualmente indiferente. Mi capacidad de piedad es limitada y rara vez llega a escalones tan bajos: se me agota por el camino.
Si me opongo a que incluso un tipejo así sea torturado no es, en suma, porque eso lesione sus derechos humanos inalienables –que también–, sino, sobre todo, porque la tortura degrada irreparablemente el código moral de quien la aplica materialmente, de los responsables que la autorizan y de la sociedad que la acepta, explícita o implícitamente.
La tortura es un viaje moral sin retorno. No cabe atravesar esa frontera con pretensiones de excepcionalidad. (Énfasis en el original)
Eso lo sabe José K. Él sabe que es un canalla, pero trata de mostrar que lo es tanto como quienes lo torturan, que igual que él están dispuestos a cruzar tal o cual línea, mirar para otro lado o creerse cualquier pamplina (“Por eso reclaman y consiguen leyes que les dan 72 horas o más de margen ¿Para qué se creerá la gente que se mantiene a los detenidos días y más días en las comisarías? ¿Para darles cursillos de moral pública?” se pregunta José K). José K es un espejo. Él, que se sabe un criminal pero también sabe que quienes se consideran a salvo porque sólo actúan en casos extremos están a distintos lados del poder pero en el mismo lado moral.
En España la policía puede retener a los delincuentes comunes 72 horas sin que pase a disposición de un juez. Pero en el caso de los sospechosos de terrorismo son cinco días. Porque los cursillos de moral pública son más específicos. Al fin y al cabo es un caso extraordinario. La semana pasada los detenidos por supuesta pertenencia a Ekin denunciaron torturas (la bolsa, golpes, en un caso agresiones sexuales), pero con decir que está en el manual que les dan nos quedamos tranquilos. Como se dice ahora, no es nada nuevo, es sólo más de lo mismo.
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