Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. (…) Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos.

Constitución española de 1978, artículo 6

Sabemos que en España lo único que importa a la hora de legislar sobre partidos políticos es cuántos de ellos podrán ser ilegalizados. Lo de menos es que cumplan las funciones y tengan la estructura que la Constitución marca por lo que este artículo es, como tantos, papel mojado.

En Madrid están sucediendo hoy dos sucesos que muestran que lejos de ser un instrumento para la participación política con funcionamiento democrático, los grandes partidos se han convertido en una maquinaria lo más alejada de la democracia posible a medio camino entre la empresa y la secta . Especialmente repugnante es lo sucedido en el Partido Popular: María Dolores de Cospedal reconoce que al PP le resulta muy inconveniente que sus militantes denuncien las violaciones de derechos humanos a las que son sometidas (ser espiados ilegalmente, por ejemplo) y sus militantes (Manuel Cobo hoy y Alfredo Prada hace unas semanas) renuncian a toda dignidad ciudadana y se retiran de la defensa judicial frente a sus perseguidores. En una escala mucho menor, José Blanco ha decidido hacer la vida imposible a Tomás Gómez para seguir construyendo un partido a imagen y semejanza de su dirección y no al revés (por una vez, el artículo publicado ayer por Joaquín Leguina resulta muy interesante): y para ello Blanco ha decidido apoyarse en presiones mediáticas con las que una cadena de radio y algún periódico pretenden imponerse a las decisiones internas de un partido.

La militancia en un partido debería ser un espacio para el compromiso político y la ley debería garantizar que el ciudadano que participe en un partido no sólo no renuncia a un ápice de su ciudadanía sino que se convierte en un ciudadano privilegiado, gozando de las máximas e irrenunciables garantías de que sus derechos democráticos y ciudadanos en su militancia política. Si los partidos son el instrumento fundamental para la participación política la exigencia por ley de su democratización es una condición necesaria para una sociedad que aspire a ser democrática.

La Ley bien podría establecer unos mínimos decentes de democracia interna que todo partido pudiera superar pero ninguno incumplir: sistemas para la elección de cargos, elaboración de políticas, para el diseño de órganos, para la transparencia… También se podría establecer garantías a los derechos de los militantes que fueran irrenunciables y que pusieran los derechos de quien se afilia a un partido a salvo de chantajes y sobornos de las direcciones de los partidos (esos mecanismos existen en otro tipo de relaciones supuestamente voluntarias). Por supuesto, en esa supuesta democracia tendría que haber condiciones de igualdad entre los partidos: tanto para su propaganda, como para su financiación (ridículamente transparente y pública salvo donaciones ínfimas), como en el recuento de votos.

Para que una sociedad sea democrática los espacios de participación política tienen que ser el lugar en el que la ciudadanía es más plena y no precisamente el ámbito en el que más se renuncia a la ciudadanía. Cuando nos pongamos a reconstruir una democracia, que no se nos olvide hacer una ley de partidos pensada, al contrario que la actual, para que haya más democracia.

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