Desde 1992 ha habido ocho reformas laborales. Casi dos por legislatura. Todas ellas han tenido un mismo sentido: facilitar un despido más barato contra los trabajadores indefinidos. Todas ellas se han aprobado con una misma excusa: si el despido en los contratos indefinidos es más barato, los empresarios comenzarán a hacer contratos indefinidos. Todas ellas han tenido las mismas consecuencias: se ha mantenido escandalosamente baja la contratación indefinida, pero despedir a los trabajadores ha sido más barato.

Si se persiste en esta tendencia, llegaremos a la desaparición de los contratos indefinidos. Un contrato es indefinido no sólo porque no tenga fecha final (algo que sucede también con eternos contratos por obra y servicio) sino porque el empresario tiene una dificultad económica en despedir improcedentemente a los trabajadores con contrato indefinido: una indemnización superior a la que tendría que pagar si hubiera causas objetivas o un contrato precario. En la reforma laboral de ayer, el Gobierno introduce las subvenciones al despido (ocho de los días de indemnización saldrán gratis al empresario) y generaliza el abaratamiento del despido improcedente a 33 días. Si las cuentas no fallan 33-8=25. Un empresario pagará 25 días por año trabajado a un contratado indefinido al que despida improcedentemente. Si el empresario anuncia que su negocio va reguleras (al final no se exige dos trimestres de pérdidas, lo cual ya era ridículo), el despido se considera procedente y se indemniza con 20 días. La diferencia entre un despido improcedente y uno (inexplicablemente) procedente es testimonial.

Ninguna de las anteriores reformas laborales (insisto: van ocho en dieciocho años) ha conseguido que disminuyera la temporalidad. Tampoco han generado más empleo. Ésta tampoco lo hará: quienes defienden la reforma laboral advierten de que no habrá creación de empleo hasta que mejore la economía, algo que sucedería también sin reforma laboral o con una reforma laboral que defendiera los derechos perdidos por los trabajadores en estos años. Así que el objetivo de la reforma no es generar empleo ni que éste sea de mayor calidad. El único objetivo es continuar con esta tendencia a la eliminación de los pocos derechos que  van quedando a los trabajadores. Si la economía de los neoliberales fuera tan científica como presumen, tras dos décadas insistiendo en el fracaso, rectificarían el rumbo.

La única diferencia entre esta reforma laboral y otras anteriores es que, hartos de hacer el ridículo, apenas nos dicen que esta reforma traerá consecuencias positivas para trabajador alguno: reconocen abiertamente que se trata de generar confianza en los mercados. O sea, de obedecer a la CEOE, a Angela Merkel, a Botín y al FMI.

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