No sé si es una coincidencia que hayan otorgado el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades a Zygmun Bauman justo cuando Shlomo Venezia está presentando por España su libro titulado Sonderkommando. Sospecho que sí, que es una coincidencia.

Shlomo Venezia fue internado en el campo de concentración de Auschwitz y allí se le puso a trabajar en los hornos crematorios: eso era un Sonderkommando. Además de los horrores que cuenta Shlomo Venezia en las entrevistas que está concediendo (dejo abajo el vídeo de la que le hizo Gabilondo) hay un aspecto que resulta llamativo: no vivía lo que estaba haciendo como un horror insoportable. “La cabeza no era más la nuestra. Lo que teníamos ahí dentro no sé ni yo cómo explicarlo. Porque eras como un autómata.

Zygmunt Bauman escribió un ensayo muy inquietante, Modernidad y Holocausto. En él explica el Holocausto no como una excepción propia de una locura colectiva, sino como una consecuencia natural de un modelo social que inhibe los mecanismos por los que uno se debería sentir responsable de aquello a lo que contribuye. El Holocausto sería, de alguna forma, hijo de la cadena de montaje. Ningún obrero de una fábrica de coches se siente el autor del coche. Uno pone una puerta y otra puerta y otra puerta. Otro ajusta una biela y otra biela y otra biela. Al final del proceso hay un coche, pero ninguna de las personas que ha participado en ese proceso son responsables de ese coche, sino que es más bien el proceso lo que causa el coche. Tampoco nadie se sentía responsable del Holocausto. Cada uno hacía sólo su trabajo concreto que no era la causa del horror, sino que éste aparecía como resultado natural de un proceso que sucedía.

Shlomo Venezia no sentía el horror cuando trabajaba como un autómata en los hornos crematorios, sino cuando pudo alejarse y ver no sólo lo que él hacía sino el proceso entero en el que él estaba inserto. No se le puede culpar de haber participado en algo cuya alternativa era la muerte: lo que llama la atención es que él no dice que eligiera horrorizado la supervivencia, sino que su cerebro no funcionaba, que se insertaba como una máquina en el proceso de producción de muerte. Algo que seguramente nos hubiera pasado a todos.

El Holocausto, como todos los crímenes amparados colectivamente que se siguen cometiendo, son hijos de la disolución de la responsabilidad ciudadana. Como si no respondiéramos como ciudadanos más que de aquello que hacemos y no de aquello en lo que participamos; como si las acciones colectivas estuvieran ahí sin que exista posibilidad de revertirlas o, al menos, rechazar la participación en ellas. Podemos incluso votar a un conocido ladrón sin sentirnos responsables de sus robos. El mecanismo social por el que asumimos que podemos no meternos en política, que en lo colectivo podemos ser meros autómatas está funcionando. El horror consiste en que siempre es apabullantemente mayoritario el colaboracionismo y que éste ni siquiera provoca ardor de estómago: como autómatas.

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