Hace unos días aparecieron las últimas reflexiones del intelectual español José María Aznar: “Debemos restaurar el verdadero sentido de la democracia y sus límites“, decía. Según el preclaro humanista hace falta “una tarea liberal para devolver al poder a su lugar y para que la vida pública se apoye en un liberalismo de raíz ética cristiana. Que el Estado sea sólo eso y no haga de escuela, familia o iglesia“.

Curiosamente la primera parte del diagnóstico aznarita podría ser suscrita por cualquier persona de izquierdas: “Debemos restaurar el verdadero sentido de la democracia”: quizás uno sustituiría restaurar por instaurar, pero la idea no está mal. Uno es poco dado a apelar al verdadero sentido de tal o cual palabra, pero en el caso de democracia su verdadero sentido es el que nos da su etimología: gobierno del pueblo. Y cuando quien gobierna no es el pueblo, ni siquiera quien es elegido por el pueblo, sino un poder ajeno al que llamamos supersticiosamente los mercados. Decididamente lo que hoy distingue a la izquierda de lo otro es la voluntad de que el pueblo se gobierne sin injerencias de poderes económicos, religiosos o de cualquier tipo: manda el pueblo y todo lo que se intente situar por encima del pueblo es ilegítimo.

Curiosamente cuando Aznar habla de restaurar la democracia denuncia un exceso de Estado que en vez de limitarse a “generar y gestionar consensos como instrumento de la paz social” como es su obligación de acuerdo con el verdadero sentido de la democracia. Así, las relaciones sociales se deben regir por el poder religioso (“El matrimonio y la paternidad no pueden regirse por lo que el poder político quiera“: curioso que sea ése el ejemplo; podría haber dicho que “El no matarás no puede regirse por los límites que el poder político quiera” no fueran a regalarle billetes sin vuelta para las Azores). Doy por hecho que las relaciones económicas deben carecer de regulación para un liberal cristiano (sic) como él. Así que la democracia no se define por quién manda, sino por los límites que se imponga al poder que emana del pueblo.

No es ninguna tontería aznarita. Es algo que Aznar ha leído por ahí y como es un tonto que se cree inteligente lo suelta con cara de gravedad. La idea está en la base del pensamiento neoliberal: el capitalismo y la democracia son sinónimos, son la misma cosa (el añadido cristiano es más bien neocon); basta que haya capitalismo para que haya (o esté muy cerca de haber) democracia. El único poder que puede ser ilegítimo es el estatal, pues el sometimiento de un ser humano por otro no es poder, sino el fruto de la libertad entre distintos actores de la sociedad civil.

Los fundadores de Estados Unidos no utilizaban la palabra democracia para definir el país que estaban pariendo: sabían que la democracia era otra cosa y ellos eran federalistas, liberales y parlamentaristas. Entonces todavía no era imprescindible definirse como demócrata y quienes no quisieran que el poder estuviera en manos del pueblo no tenían que inventarse doctrinas rocambolescas.

¿Demócratas? Pues sí, puede que todos lo seamos (o no). Pero no hablamos de la misma democracia. Los neoliberales no son demócratas en el verdadero sentido que damos desde la izquierda a la democracia. Y viceversa. Rousseau puede ser un radical demócrata o un totalitario en función de con qué verdadero sentido de la democracia lo leemos.  Según cuánto retorzamos la definición, hasta Aznar puede pasar por demócrata.

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