Como si caminar y comer chicle a la vez tuviera una complejidad propia de dioses, surge en la izquierda el problema del foco: dónde ponemos el foco del discurso, si en la crisis o en el paro, si en Garzón o en América Latina, si en la República o en la corrupción, si en el feminismo o en el ecologismo. Es un fenómeno cultural nuevo pero muy arraigado: el discurso se tiene que centrar en un puntito muy concreto que haga de talón de aquiles del enemigo o, siendo más constructivos, de punto de apoyo muy concretito desde el que mover el mundo.
No siempre fue así: sólo hay que recordar en los años 90 cómo el discurso de la izquierda era capaz de fijarse en Maastricht y en la reducción de jornada laboral a 35 horas, las privatizaciones y los recortes de derechos sociales mientras asumía plenamente el protagonismo contra la corrupción, los crímenes de estado y la pésima calidad democrática. No se puede decir que aquel discurso fuera complejo para los votantes que huyeran espantados de aquella izquierda tan compleja.Curiosamente quien huye de los discursos completos son los medios de comunicación, pero nadie ha conseguido mostrar evidencia de que sea la ciudadanía la que demande discursos simples.
Ante el desmoronamiento económico, político y cultural del modelo neoliberal debería ser más sencillo que nunca que los focos señalasen muchos problemas y cómo forman parte de un todo. Debería de ser sencillo plantear que la destrucción del planeta no es producto de una invasión de duendecillos flatulentos sino de un sistema económico basado en el enriquecimiento privado a corto plazo que prescinde de las consecuencias colectivas y de las que vengan a medio o largo plazo. No debe de ser complejo entender que quienes quieran dinamitar la democracia (sea a través de la ley electoral, de la división de la alternativa política, de la reivindicación del pasado fascista o de la financiación ilegal) pretenden consolidar un sistema político en el que la ciudadanía cuente cada vez menos y los sectores populares tengan menos posibilidades de defender sus derechos. Tendría que ser evidente que la falta de ruptura política y social con el franquismo genera que los mismos poderosos que asesinaron, torturaron y ejercieron el poder económico y político durante la dictadura conformen buena parte del alto poder económico actual e incluso de las sagas políticas más nefastas. La propia corrupción deja muy clarito que ésta no se produce en el aire, sino en la desaparición del sentido de lo público, la supremacía dogmática del provecho individual y los vínculos de hierro entre el poder económico y el político. Y esa corrupción supone colocar los recursos públicos en los bolsillos que condenan a un estado de bienestar paupérrimo al conjunto de la sociedad. No debería ser complicado señalar que los corruptos que roban dinero público son quienes con la misma jeta reivindican que haya menos dinero público, que no aumente la presión fiscal.
¿Cuántas veces habremos oído discursos simples del tipo “la ciudadanía lo que quiere saber es…” para rechazar no un punto de vista sino el hecho mismo de que se hable de uno de esos compartimentos estanco de la realidad social? Esa parcelación no sólo tiene un efecto sanitario (si sólo ejercemos una neurona se nos atrofian las demás), sino también político. La incomprensión de que todos esos problemas forman parte de un todo imposibilita solución alguna a medio plazo. Si hay que centrarse en un problema y olvidar el resto, estamos asumiendo la solución parcheada. Ahí está la solución a la crisis económica en 24 medidas muy concretitas, la solución al problema medioambiental en el fomento del coche eléctrico, la solución a la corrupción en la dimisión (bis) de Bárcenas a quien destapó Esperanza Aguirre. Asumir que hay que fijar el foco supone adoptar ese discurso del sistema para el que sólo existe el corto plazo: si no puedo cambiar el conjunto de las cañerías, tendré que poner silicona donde esté la gotera más molesta, a ver cuánto dura.
No hay un tema: están todos los temas, que conforman el tema. El mundo no es imbécil.
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