Frecuentemente el argumento contra cualquier medida apoyada en las vísceras  es su carácter populista. Parecería que el pueblo es un ente irracional (y por tanto reaccionario) a quien más vale no hacer mucho caso para llevar una administración sensata de los asuntos políticos. Frente a eso, la demagogia reitera tras cada elección que el pueblo nunca se equivoca, como si hubiera una Verdad política y el pueblo actuase como oráculo: claro que el pueblo se equivoca a veces (tantas como cualquier colectivo humano), pero el pueblo es el único legitimado para equivocarse en sus propios asuntos.

En los últimos meses la crisis ha despertado algunas respuestas populares que hacen pensar que, además de ser los únicos legitimados para meter la pata, en los pueblos reside una dignidad que nunca serán capaces de alcanzar los gobernantes (por íntegros que éstos sean): la huelga general griega mientras el gobierno de Papandreu aceptaba el chantaje de la Unión Europea (pasta a cambio de sanguinarias medidas de reajuste) y el rechazo en referendum del pueblo islandés a rendirse ante los organismos internacionales a cambio de cuatro duros (y de una puerta entornada que da paso a la UE), son muestras de que, al menos en asuntos económicos, la mejor garantía para la dignidad es generar cauces para que sea el pueblo quien tome directamente las decisiones que más van a condicionar su vida.

La crisis está dejando a muchas instituciones políticas (incluso las mejor intencionadas) desarmadas: sin recursos para hacer las cosas como les gustaría, están vendidas a otras instituciones más poderosas que pongan los recursos a cambio de renuncias radicales. Y ahí sólo hay una salida: apoyarse en el pueblo (gobernar obedeciendo). Si es el pueblo gobernado quien decide rendirse, su triste decisión legitima el papelón al que queda abocado el gobernante; pero si, como suele suceder, el pueblo prefiere un poquito de dignidad aunque sea a costa de un chorro de dinero e infraestructuras, el gobernante podrá explicar perfectamente las carencias posteriores: si fue el propio pueblo el que decidió quedarse sin barcos pero con honra, el gobernante no tiene más que sentirse orgulloso del pueblo al que le ha tocado gobernar, obedecer.

Ahora bien, si el gobernante toma las decisiones en su despacho sin apoyarse en quienes tienen derecho a equivocarse, siempre se le podrá achacar la ausencia de barcos, pero sobre todo la falta de honra.

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