En Buenos Aires vimos una exposición en la que estaba la obra de la izquierda: «Civilización cristiana y occidental«, se llamaba. Su autor, León Ferrari (que expone actualmente en el Reina Sofía de Madrid) sustituyó la cruz por un bombardero estadounidense de la guerra de Viet Nam e hizo pública esta obra a finales de los 60. Compré un libro de artículos de Ferrari en Argentina: «Prosa política«. En uno de los artículos argumenta el aspecto guadianesco del infierno. Siempre había sido un lugar físico, con sus fuegos, su tortura y su sufrimiento atroz:

El infierno aparece en el Evangelio cuando Jesús anuncia que el día del juicio les dirá a los incrédulos y pecadores: Malditos, al fuego eterno para el diablo y sus ángeles.

Desde entonces este fuego ocupa buena parte de nuestra cultura: cuadros, esculturas, cantatas, literaturas y poesía […] Luego de la Declaración Universal de los Derechos Humanos el Vaticano se vio obligado a desmentir a Jesús, al Evangelio, a santos y pontífices, a pintores y poetas que durante casi dos milenios publicitaron la amenaza ardiente, declarando, sin explicaciones, que el infierno no es de fuego ni es un lugar, sino que debe entenderse como un estado mental de terrible angustia debido a la ausencia de Dios.

Dios no podía ser un torturador si la humanidad decide que no se debe torturar. Curiosamente el papa Ratzinger ha resucitado el carácter físico del infierno: coincide con una profunda crisis de los derechos humanos que quedan oficialmente en suspenso si se consigue convencer a alguien de que se hace para luchar contra el terrorismo. Si la humanidad reconoce de nuevo la validez de bombardear pueblos, torturar detenidos, montar campos de concentración en Guantánamo, ocupar países… Dios no se podía quedar atrás.

En los últimos meses han aparecido dos libros (probablemente más, pero los que yo he leído han sido estos dos) que recuerdan parte de esa historia sagrada que el Vaticano intenta olvidar porque es más difícil que alguien la crea y defienda a ese dios que pasar un camello por el ojo de una aguja. Caín de Saramago y Génesis de Robert Crumb muestran los crímenes, incestos, las poligamias, el puterío y todas las canalladas (e incoherencias) cometidas por una divinidad de su tiempo, creada por los poderosos para amedrentar a las personas y envalentonar al pueblo que obedece a su líder.

En Caín Saramago cuenta las peripecias de un observador del Génesis, de las matanzas, las torturas físicas y sicológicas, los desastres causados por un dios sin escrúpulos, cruel y malvado. No se inventa historias, sino que hace maravillosamente legible el relato (las muchas manos que escribieron aquellos libros y la ausencia de escuelas de escritura creativa hacen de la Biblia un relato poco entretenido que tan pronto es monoteísta como politeísta, en el que la mujer es creada al menos un par de veces,…) y convierte a Caín en un viajero entre los distintos primeros tiempos para poder observar todas las barrabasadas divinas. A la Iglesia portuguesa no le ha gustado, obviamente, que le recuerden que el padre no es un carpintero, sino ese cruel ser tan pronto antropomorfo como voz huracanada en función de los gustos de la época.

Génesis de Robert Crumb es un libro curiosísimo: el autor convierte el Génesis de la Biblia en novela gráfica. Pero, al contrario que Saramago, no hace una versión novelada del divino relato, sino que simplemente lo ilustra siguiendo al pie de la letra lo que escribieron hombres de hace más de veinticinco siglos y cuya autoría atribuyeron a Dios. Gracias a eso es más ameno, pero también más cruel: vemos los divinos genocidios, los incestos de nuestros antecesores que caminaban junto al señor, la cruel destrucción homófoba de Sodoma y Gomorra o el holocausto más brutal jamás contado: aquél diluvio programado para asesinar a toda la humanidad salvo a una familia elegida caprichosamente. Antes de dar comienzo a la historia, Crumb explica por qué su libro ha molestado a los creyentes:

Todas las versiones en historieta de La Biblia que he visto contienen pasajes de narrativa y diálogos completamente rehechos en un intento de aligerar y «modernizar» las viejas escrituras. Y aún así, esas Biblias claman creer que son «La palabra de Dios» o que están «inspiradas por Dios», mientras que yo, irónicamente, no creo que La Biblia sea «La palabra de Dios», sino las palabras de los hombres.

Por eso ofende tanto que se recuerde simplemente en qué dicen que creen quienes se declaran creyentes. Porque no hay nadie que esté tan fuera de su tiempo como para poder adorar a ese ser cruel que relata la más vieja de la palabra de Dios.

Ahora quienes traducen los deseos del mismo dios que se aparecía y mataba a diestro y sieniestro nos dicen que el aborto es como el nazismo. Vale, está bien, es tan malo como el nazismo. Pero, ¿es peor que lo que hizo aquel dios antes de hacerse hombre? Eso sí que tendría mérito.

Hoy celebran el nacimiento de un niño (y de muchos otros nacidos en estos días del vientre de una virgen). Y según los relatos más difundidos (e incomprensibles para las mentes racionales), este niño no sólo tiene genes de su divino padre, sino que es el padre mismo. Es el misterio de la Trinidad. Por eso es importantísima la pregunta del villancico: dime niño, de quién eres. Porque sabiendo de quién eres sabremos quién eres. Y el niño, por mucho que ahora trate de esconder sus travesuras genéticas, es el mismo que destruyó a pueblos enteros, hizo creer a un padre que tenía que asesinar a su hijo, ordenó castigos atroces para quien no cumpliera sus caprichos, alentó genocidios arbitrarios…

Manipular la eterna palabra de Dios para que coincida con los vaivenes temporales de la moral de los hombres debe de ser la peor de las herejías. Quien no glorifique aquellos crímenes es un incrédulo: de esos malditos que irán al fuego eterno para el diablo y sus ángeles.