No hace muchos años era insólito ver a dirigentes políticos exhibir su buena forma o verlos sudando. No creo que encuentre nadie fotos de Churchill, Stalin, Mussolini, Kohl, Felipe González, Miterrand Calvo Sotelo,.. haciendo deporte. Incluso Franco, en el impagable final de «Franco, ese hombre» (que no he podido evitar colocar abajo) presumía de leer y pintar. Sus ejercicios eran estáticos la caza, la pesca y acaso el alzamiento de brazo para saludar a la romana.

Hoy todos los prohombres compiten por estar en mejor forma que el resto aún a costa de su salud. La imagen enfermiza de la tableta de Aznar fue pública a las pocas horas de que le diera el yuyu a Sarkozy correteando. La versión oficial del marichalazo lo colocaba en el gimnasio, sitio respetable.

Por supuesto no hay político que resista la posibilidad de hacerse una foto en un palco de un gran partido de fútbol: Aznar dio una Liga al Madrid y Zapatero una Copa de Europa al Barça. Y Aznar no presumió de ganar a Bush en lecturas, sino en flexiones. Hace pocos años nos contaban la milonga de que el presidente de turno se llevaba para veranear tropocientos ensayos que leer. Hoy nos cuentan los kilómetros que han hecho a velocidad de guepardo.

El protagonismo del deporte en la política no es nuevo. Se apelaba a él como camino hacia el nuevo hombre, el ideal de juventud que iluminaba a los movimientos irracionalistas de los años 30. El fascismo utilizó el deporte como escaparate de esa nueva sociedad futurista más fuerte y más rápida: no era ocio, sino el ejemplo. Hoy se lleva ese ideal a un extremo absurdo: nuestros líderes varones (Angela Merkel es venturosamente rechoncha) se esfuerzan por ser ese Nuevo Hombre sudando para las cámaras.

Quizás sea bastante irrelevante esta recuperación de valores fascistas puesto que es una simple cuestión estética. Lo que pasa es que llevamos una década en la que no sólo se recupera la estética de aquellos años. ¿Qué fue antes? ¿La tableta de Aznar o su apoyo a Guantánamo?