Hemos superado ya los tres millones de parados. Hace un año teníamos dos millones y nadie niega que a finales de 2009 vayamos a tener cuatro. No hay ninguna de las viejas excusas: ni tenemos un mercado de trabajo excesivamente rígido ni se puede pedir moderación a los sueldos que suspirarían por ser mileuristas. Autónomos ‘de dedicación exclusiva’ y trabajadores por cuenta de Empresas de Trabajo Temporal conviven con quienes ya han sufrido o tienen sobre la cabeza la amenaza de un ERE, mientras alguna comunidad autónoma se plantea regalar a la empresa privada de los amigos hasta el agua que bebe su ciudadanía. Vista la situación, un sociólogo no demasiado audaz pensaría que España vive un momento de profunda conflictividad social con los trabajadores en huelga y peligrosos brotes cercanos al estallido social.

Ni mucho menos. Ya se han encargado los sindicatos de clase de rechazar la hipótesis de defender los derechos de los trabajadores poniendo sobre la mesa los conflictos latentes. La receta, ya lo sabemos, es el diálogo social única y exclusivamente. Incluso en la ultramontana Comunidad de Madrid no se plantea el camino hacia la huelga, sino que se demanda simplemente a la lideresa que convoque el diálogo social. Todo parece tranquilo, como si viviéramos en una situación de opulencia de los trabajadores y estabilidad a la vista.

¿Todo parece tranquilo? No. Precisamente allí donde efectivamente hay opulencia de los trabajadores y estabilidad a la vista aparece la conflictividad social. Hoy sólo aparecen dos sectores profesionales dispuestos a luchar conflictivamente por sus derechos: los jueces y los pilotos y controladores aéreos. La huelga, disimulada o no, se ha convertido en un instrumento de presión colectiva que sólo usan los trabajadores más ricos, entre otras cosas porque hemos permitido que la gran mayoría de los trabajadores tengan pánico a perder lo poco que tienen (sueldos bajos, contratos basura) sin estar amparados por el grupo, por la acción colectiva, por lo que fue el sindicalismo de clase.

No se entiendan estas líneas como una crítica a jueces, pilotos ni controladores aéreos: desconozco sus conflictos y por tanto no tengo posición al respecto, salvo que todos los trabajadores tienen derecho a la acción colectiva para la defensa de lo que consideren sus derechos laborales: y si son los del conjunto de los trabajadores (oh, antigualla), mejor. Pero es un síntoma terrible de hasta dónde hemos permitido llegar al neoliberalismo: hemos conseguido arrebatar la huelga como instrumento de presión a los trabajadores más necesitados para que sea un instrumento exclusivamente en manos de los trabajadores intocables.

Es lo que tiene la vocación individualista. Casi nadie ha intentado evitar estar en un mundo que sólo contemple una instrucción: «sálvese quien pueda». Y eso es lo que ha terminado sucediendo: que sólo se salva quien puede.