Desde que se puso en marcha el Tratado de Maastricht en la Unión Europea hay libertad de movimientos de capitales y de trabajadores (de trabajadores europeos, se entiende). En cambio, no hay (ni se le espera) unas políticas fiscal ni laboral europea. Ello genera la competencia desleal que ha ido reduciendo los servicios públicos en toda Europa como consecuencia de la necesaria reducción de la presión fiscal y la evidente reducción de derechos laborales de los trabajadores.

La cosa ha funcionado de forma sencilla. Supongamos que un gobierno como el español aplica una bajísima presión fiscal (realmente no es un supuesto, sino una constatación: la presión fiscal en España es de las más bajas de Europa occidental). Dada la libertad de movimientos de capitales, una gran empresa francesa tendrá plena capacidad para trasladar a Madrid su sede. Con ello se ahorrará la empresa francesa una importante suma de dinero que podrá dedicar a aumentar los sueldos de sus altos ejecutivos. Con ese traslado el estado francés pasará de ingresar bastante dinero por impuestos a no ingresar nada, mientras el español pasará de no ingresar nada a ingresar un poco; por tanto, la competencia española obligará a Francia a bajar su presión fiscal (reducir ingresos y por tanto reducir gasto público). La competencia desleal en materia fiscal obliga a una paulatina reducción de impuestos de todos los países sin necesidad de que una norma positiva obligue a ello.

En lo laboral el funcionamiento ha sido muy parecido. Si en un país los trabajadores carecen por completo de derechos, una gran empresa del estado vecino siempre tendrá incentivos para trasladarse allí y ahorrarse costes laborales reales (salarios, seguridad laboral, seguridad social) o potenciales (despidos). No hace falta que se derogue en el BOE toda legislación laboral: basta con que se permitan mil triquiñuelas (no es desconocido el caso de quienes llevan en la misma empresa varios años encadenando contratos temporales), que resulte inexistente la inspección laboral, o que los jueces decidan inventarse una legislación laboral increíble (la mujer en coma que ha sido despedida recibe lo que aprobó en una sorprendente sentencia el Tribunal Supremo; y en Suecia un trabajador polaco puede ser tratado conforme a la legislación laboral de Polonia gracias a los generosos tribunales europeos). No es de extrañar que las ETTs fueran legalizadas en España sólo dos añitos después de la aprobación del Tratado de Maastricht.

Contra estas competencias desleales nadie ha movido nunca un dedo.

En cambio, en las últimas semanas ha aparecido una inesperada competencia desleal: la de los bancos cuyos fondos tenían diferentes garantías en función de la nacionalidad del banco (valga el oxímoron). Un banco irlandés está ahora plenamente respaldado por su estado, pero uno británico no, por lo que un londinense tendrá un incentivo importante para abandonar su banco y meter sus ahorros en el Banco de Dublín, que vaya usted a saber si existe. Lo mismo sucede entre bancos alemanes y franceses.

Y una cosa es que nos quiten colegios públicos, hospitales y derechos sociales y otra es que los bancos se vean en apuros. Hasta ahí podíamos llegar. Dada la urgencia del asunto, se convocan mini-cumbres y cumbres enteras para intentar llegar a un acuerdo. Como no están acostumbrados, sólo han podido alcanzar un acuerdo de mínimos: fondos de 40.000 millones de euros. Zapatero ya ha anunciado que su fondo va a ser mayor (a pesar del solidísimo suelo de nuestros bancos ¿y de nuestras cajas de ahorros?): 50.000 millones de euros, aproximadamente el gasto público en sanidad.

Si esta crisis fuera meramente teórica (si no tuviera consecuencias concretas en parados de carne y hueso), sería una crisis con la que entusiasmarse. Porque si sólo nos atenemos a las teorías que tan ardorosamente han defendido algunos, los otros, los que estábamos en contra, deberíamos estar partiéndonos de risa. Lo malo es que, como siempre, son ellos los que se ríen de nosotros.