En la empresa donde trabajaba había un director de personal que pertenecía a no sé qué secta. Tenía por ello una serie de mandamientos que en general limitaban su actuación: los miembros de esa secta no podían tomar carne de ave, porque las aves vuelan y por tanto están cerca de Dios; no podían ir en metro ni por la M-30, porque los túneles los situaban cerca de Satán; no podían tampoco ser médicos, porque curar a alguien significaba contravenir los designios de Dios.

Un día uno de mis compañeros, que estaba haciendo horas extras, sufrió un ataque de alguna enfermedad rara de la que ya nos había avisado. Nos había explicado que cuando le sucediera esto sólo teníamos que ponernos detrás de él, cogerle con los brazos por el estómago y hacer como si empujáramos su diafragma hacia arriba. Con esa sencilla operación él volvería a respirar y todo solucionado. La tarde del ataque estaban solos mi compañero y el director de personal. Éste había escuchado decenas de veces lo que había que hacer cuando viera a mi compañero en esta situación. No hizo nada, en cambio, porque los mandamientos de su secta le impedían curar a nadie: si Dios había decidido la muerte de mi compañero, el no se interpondría.

Mi compañero murió. Un abogado intentó sin éxito mandar a prisión al director de personal por omisión del deber de socorro. El juez consideró que servía como eximente la obediencia a graves principios morales.

Ocurrió que sólo dos meses después el director general de la empresa estornudó tres veces en la misma media hora. El director de personal, sin decir nada, bajó a la calle, subió con un sobre de Frenadol y lo preparó en un vasito de agua que dejó en la mesa del director general: en la nómina del mes siguiente se nos había descontado la parte alícuota del coste del Frenadol. Un compañero, buen amigo del compañero que había muerto, tomó una foto del momento en que el tipo preparaba el vaso. Y lo llevó ante el juez.

¿Lo ve, señoría? No es que tenga principios morales muy importantes; es que se negó a ayudar a su inferior, pero corrió a socorrer a su superior: sus principios eran una mera excusa que causó la muerte de nuestro compañero‘. No había prescrito el delito, así que el juez reabrió el caso por haber nuevas pruebas: al director general se le curó el resfriado, pero el director de personal acabó en prisión.

Algo así ha pasado en las últimas décadas. Mientras morían (mueren) de hambre cientos de millones de personas, mientras se arruinaba la vida de quienes no tenían derechos laborales, acceso a la vivienda, sanidad o educación accesibles, mientras subía el precio de los alimentos, mientras la industria farmacéutica retrasaba la aparición de vacunas no rentables,… los poderes públicos se negaban a actuar en nombre de graves principios morales: ‘el estado no debe intervenir en economía: es el mercado el que pone cada cosa en su sitio‘. El mercado era como el dios del director de personal de mi empresa; y el poder público era como el propio director de personal.

También antes de que prescribiera tanto crimen, se resfriaron los bancos,  las inmobiliarias y Wall Street lloraba amargamente. El director de personal, el Estado, compró Frenadol pagado con nuestra nómina y ayudó con miles de millones de euros a sofocar el resfriado de los poderosos.

Quizás sea hora de que alguien tome la foto y se la muestre a algún juez: ‘¿Veis? No era verdad que por principios quisieran que el Estado no interviniera; era falso que quisieran respetar los designios del dios mercado. Era simplemente que machacaron criminalmente al débil y socorren servilmente a sus amos‘.

Cualquier juez imparcial, ante las pruebas que estamos viendo, sería implacable y condenaría por crímenes por omisión, además de los crímenes activos. Cuánto más si el juez es parcial, como debería.