El personaje del día fue ayer Pepe Blanco, dado que Zapatero no quiso asumir el coste de la nefasta decisión sobre Navarra y no acudió a Ferraz. Sobre la decisión no hace falta comentar demasiado: los comentarios pertinentes ya los habían hecho en las últimas semanas los máximos dirigentes socialistas. Sin embargo el protagonismo de Blanco me permitió pensar sobre una cuestión menor que me sugirió la lectura del apunte de Manolo Saco en su blog. Se trata del uso perverso que se hace de los nombres propios manipulándolos como instrumento retórico que acompañe la crítica.

El tema me surgió al ver que Manolo Saco (una persona sensata, de izquierdas y gallego) se refería a Blanco como Pepiño. Es un nombre con el que ya nos hemos acostumbrado a llamarle especialmente cuando queremos ponerle a parir (¿alguien ha escrito alguna vez de Blanco para decir algo bueno de él?). Me vino al recuerdo algo que leí o escuché a alguien (creo que a Manuel Rivas). Decía que el modo en que se ha instalado la costumbre de llamar Pepiño a Blanco es un síntoma que refleja los prejuicios que tenemos hacia lo gallego: lo adjudicamos a alguien a quien consideramos falto de fuerza (física o intelectual) para recalcar la escasa entidad del personaje. De hecho, nadie llama Marianiño al títere Rajoy ni Manoliño a quien siempre es y será don Manuel. Tampoco conocemos a políticos de otras tierras a los que se les apode con el diminutivo local.

Sé que cuando uno anda con demasiado cuidado con las implicaciones políticas del lenguaje que se maneja, éste se acartona, se vuelve excesivamente rígido. Sin embargo también estoy decidido a intentar que no se me cuelen tics reaccionarios por no evitar una gracieta prescindible.

La manipulación de los nombres de personas simplemente para fastidiarles tiene amplia tradición en el periodismo de derechas español. En castellano no solemos traducir los nombres de las personas salvo los de los papas y los reyes. En cambio, Ibarretxe suele ser Ibarreche (en La Razón escriben ‘el lendakari (sic) Ibarreche’) e incluso a veces Durán i Lleida ha sido Durán y Lérida en algunos de estos periódicos. No es algo inocente. Ni siquiera es una cuestión ideológica propia de un nacionalismo español recalcitrante que llama a Pujol Jorge pero a Bush George. Si fuera eso, a Gotzone Mora la llamarían Angelines Mora. Y no: la señora Mora es Gotzone. Incluso en la Cope seguro que es Doña Gotzone.

Se hace sólo por fastidiar, por incordiar, porque un gallego, un catalán o un vasco son bichos extraños de cuya rareza nos podemos reír si nos caen mal, como si fueran enanos, cojos, maricones o negros. Muy en la línea de nuestro conservadurismo español.