Si la electricidad en Barcelona fuera gestionada por una empresa pública todos sabríamos cuál es la razón de que la ciudad haya sufrido un apagón del que aún se desconocen las causas y que todavía sufren unos 10.000 abonados barceloneses (cada abonado es un hogar, por lo que el número de barceloneses que siguen sin luz debe de ser sensiblemente mayor): “la gestión pública es un desastre y hay que privatizar para que haya eficiencia”, pensaríamos todos, algunos con la cabeza gacha. Pero como esa cantinela ya se cobró su presa hace años, Endesa es una empresa privada con su presidente que sigue siendo el que puso a dedo el gobierno privatizador. Al ser una empresa privada, nadie afirma que eso muestra que la gestión privada es un desastre y que no deben estar en sus manos los bienes y servicios de primera necesidad como la electricidad.

Es lo que tienen los mitos y las supersticiones: que la observación de los hechos puede ratificarlos, pero nunca desmentirlos. Quien se aferra a un mito tiene perfecta capacidad de integrar racionalmente aquellas observaciones que lo ratifican o, al menos, no lo desmienten, pero también tiene una asombrosa disposición para ignorar o eludir con extraños regates los hechos que ponen en solfa el mito. Todas las teorías de la conspiración se nutren de esa mentalidad.

Una persona muy cercana ha conseguido un trabajo en una gran empresa durante las tardes de este verano. El trabajo consiste en meterse en un despacho con su ordenador y su aire acondicionado a esperar llamadas. Las llamadas que recoge nunca son urgentes y tampoco suelen pasar de dos por tarde: su puesto de trabajo es un perfecto despilfarro para la empresa, por mucho que a ella le esté sirviendo para prepararse una oposición mientras cobra un agradable dinerito. Y es mayor el derroche por el hecho de estar contratada por una ETT a la que se entrega un dinero por no hacer nada. Un amigo trabaja como informático. Lleva varios años cobrando de una empresa A aunque realmente trabaja en una empresa B. La empresa B paga a la empresa A por los servicios de mi amigo una cantidad muy superior (pongamos cuatro veces superior) que lo que la empresa A paga a mi amigo. Si la empresa B pagara directamente a mi amigo el doble de lo que cobra, la empresa B se estaría ahorrando la mitad del dinero y mi amigo viviría aún mejor de lo que lo hace.

Son sólo dos ejemplos de algo que llevo bastante tiempo constatando: en la gran empresa privada (otra cosa es la pequeña empresa) se derrocha el dinero que da gusto. Se hace de una forma que sería impensable en la administración pública, por mucho que siga habiendo despilfarros monumentales, pero todos entendemos que hay que erradicar esos despilfarros; en la empresa privada se contemplan con plena naturalidad. Se ha instalado el mito del funcionario vago que no hace nada, pero cualquiera que trabaje en una gran empresa conoce un séquito de parásitos que con el beneplácito de sus jefes (casi siempre igualmente parásitos) vegetan cómodamente en lujosos despachos.

De hecho, es un exitazo televisivo la comedia Cámera Café que, precisamente, transcurre en una gran empresa privada: a nadie le sorprende y a todos nos hace gracia. Si transcurriera en un ministerio no sería una comedia, sino un programa-denuncia.