Seguramente el chico que salió ayer del centro de internamiento de menores tras cumplir una condena por haber participado en la violación y el asesinato de Sandra Palo siga siendo un canalla. Entre otras razones porque nadie ha puesto los medios necesarios para que exista una posibilidad de que no lo sea. Aunque se hubiera rehabilitado, es perfectamente comprensible el dolor de la madre a quien todo esto no hace más que remover las entrañas recordando cómo murió su hija, especialmente por el hostigamiento (supuestamente cómplice) al que le someten desde algunos medios que exigen su cuota de sangre y lágrimas. Sin embargo, el dolor de las víctimas no puede ser el que guíe las políticas penitenciarias.
Durante estos años se ha insistido en la maldad de la Ley de Menores por ser excesivamente laxa; ha reiterado esa exigencia de endurecimiento el consejero de justicia de la Comunidad de Madrid, acompañado de ciertos medios de comunicación. Parece que quien se oponga a ese endurecimiento pasa de la víctima y de su madre, por lo que es muy difícil encontrar a quien se oponga a ese endurecimiento. Ayer hubo una escena que representa muy bien el conjunto de la situación: la madre de Sandra Palo quería ver la salida del centro de uno de los chicos que al parecer más canalla fue con su hija; quería que los medios de comunicación grabaran la salida y la difundieran lo más posible. Al parecer un juez le dijo que iba a salir más tarde de la hora a la que realmente salió, con lo que la madre se vio terriblemente frustrada y los medios la acogieron no para acompañarla en su dolor y el recuerdo a su hija, sino para criticar esa salida y la ausencia de imágenes.
Se crea así un clima en el que es imposible la discrepancia, porque parece que quienes más asumen todo lo que pida la madre de Sandra Palo, más sienten lo que le ocurrió a su hija. Sin embargo, se puede estar en contra de ese endurecimiento de la Ley del Menor sin restar un ápice de ese dolor compartido. Baste, simplemente, con pensar con qué pena estaría satisfecha la víctima de un crimen tan brutal: con ninguna, lógicamente. ¿Cuarenta años de cárcel? El chico saldría a los 54 años y siempre habría quien diría que mientras Sandra Palo no puede vivir ese hombre pasea por las calles (algo parecido a lo que han dicho de de Juana Chaos); si optásemos por la pena de muerte, ¿no habría quien pediría que se le violase antes como hizo él con su víctima? Cuando un crimen no tiene vuelta atrás tampoco hay justicia posible: lo justo sería que no le hubiera sucedido nada a Sandra Palo, nada más. Ahora ya no hay justicia posible.
En cambio, si en vez de buscar un castigo adecuado se buscara evitar la creación y consolidación de monstruos sociales (algo parecido a lo que se suele llamar «rehabilitación»), el criterio sería distinto. Por muy atroz que sea un crimen perpetrado a los 14 años, el Estado debe impedir, si está en su mano, que un chico destroce su vida a esa edad. Su misión debe ser la de conseguir que aquel chico que fue tan atroz algún día sea una persona capaz de vivir en sociedad y de llevar una vida que no sea un peligro para los demás.
Siempre se dice que este tipo de delincuentes siempre reinciden. No es de extrañar: el internamiento para este tipo de personas es simplemente la cárcel, sólo que apartados de los presos adultos. A veces los módulos en los que se encierra a los menores es simplemente un apartado de una cárcel. ¿Alguien cree que un chico de catorce años que pasa en una cárcel aislado su adolescencia pueda llegar a ser una persona que rija su camino sin machacar al que tenga al lado? Sin duda no, pero la respuesta a ese fracaso no puede ser más dureza, sino reorientar las respuestas a los delitos para que esas respuestas cumplan una función social, no simplemente para que las ansias de venganza queden parcialmente satisfechas. Lo mismo sucede con la salida del chico de la cárcel: la única forma de que pase a hacer una vida normal y no vuelva a cobrar un protagonismo criminal es recuperando un anonimato que ayer querían hacer imposible.
No se quiere más a una víctima, no se odia más el delito, por querer penas más duras, por tener más ansias de venganza. La posición de la víctima, en este caso la madre de Sandra Palo, es más que comprensible y no descarto que si me hubiera pasado a mí adoptara exactamente la misma postura o fuera aún más exigente. Pero los que configuramos el entorno social de la víctima no debemos dejarnos llevar por la ira, sino por el sosiego y la razón para construir una sociedad más habitable.
El dilema: ¿reeducación o aseguramiento del delincuente?
El aseguramiento implica evitar que el delincuente tenga la más mínima posibilidad de volver a delinquir y su finalidad es la salvaguarda de la Sociedad.
Parece bastante claro que este aseguramiento choca con la reeducación puesto que ésta exige justamente lo contrario: el contacto con la sociedad para aprender a convivir.
En algunos modelos como el estadounidense se opta por el aseguramiento del delincuente, incluso hasta el aseguramiento total: su ejecución. Efectivamente la muerte del delincuente garantiza que no volverá a delinquir y se supone que «educa» a la sociedad mostrando lo que pasa si no cumples las reglas.
El problema en este caso no es ni tan siquiera moral. La venganza es moralmente válida en la mayoría de sistemas éticos. No llevemos estos asuntos a planteamientos morales o filosóficos. La Justicia es tan variada como personas hay. El problema es de orden estadístico. Está demostrado que la ejecución del delincuente elimina a ese delincuente pero estadísticamente no tiene un efecto «educador» que disminuya el nivel de delincuencia.
¿Qué hacemos con el Rafita? Es un elemento criminal desde su infancia y nadie cree que se pueda rehabilitar. ¿Es lícito tenerlo encerrado toda su vida para evitar el mal que pueda causar a la sociedad? Seguramente no, pero estoy convencido de que este tío volverá a hacer daño.