Los que somos militantes de base de organizaciones políticas escuchamos frecuentemente comentarios de incomprensión por el hecho de estar afiliados: están teñidas de un supuesto escepticismo y vienen a decir que cuando uno milita en un partido político pierde la independencia y la capacidad de crítica, que afiliarse es sacrificar buena parte de las potencialidades de uno para fortalecer a un colectivo. Ya puede uno formar parte de asociaciones de vecinos, de ecologistas, de padres y madres de alumnos, de ciclistas urbanos o de jugadores de ping-pong: en ninguno de esos casos parece que se deje uno una porción tan grande de su individualidad como militando en un partido.
Las pasadas elecciones fueron las primeras en las que pude votar desde que me volví a afiliar a IU hace casi dos años. Dado el panorama de candidatos a la alcaldía he visto durante los últimos meses a mucha gente que no tenía ni idea de a qué votar, pero que tenía unas ganas infinitas de echar al PP. De mi entorno más cercano no conozco a nadie que decidiera abstenerse. Así, todos los que votaron lo hicieron depositando una confianza en una organización (la que sea) a la que difícilmente van a poder pedirle cuentas hasta dentro de cuatro años. Es lo que tiene la democracia representativa: decidimos quién hace algo, pero no tenemos ninguna voz para decidir qué hace ese alguien.
Cuando se cerraron las listas definitivamente de Izquierda Unida en Madrid tuve muy claro que el acuerdo era un desastre: llevar a Ángel Pérez de candidato me parecía aceptar una inaceptable política de hechos consumados frente a las decisiones democráticas de la militancia madrileña. Sin embargo desde el principio tomé la decisión de votar a Izquierda Unida al ayuntamiento y participar en la campaña electoral. La razón es bien sencilla: dado que soy militante de IU mi relación con los electos no se termina el día de las elecciones, sino que desde el día siguiente tengo la posibilidad de intentar cambiar la organización a la que pertenezco y de influir en los criterios políticos que la rigen. La influencia individual es pequeña, claro, pero alguna es.
Así, cuando alguien vota a un partido del que no forma parte su voto es un voto de confianza (de fe); pero quien está afiliado a una organización, con su voto fortalece algo de lo que uno es autor y de lo que seguirá siendo autor: no deposita su confianza en otros, sino en el proyecto del que uno forma parte y que, en mayor o menor medida, puede intentar cambiar.
Acaso la forma de no perder independencia, de conservar la capacidad crítica, sea precisamente afiliarse y luchar para que la estructura política a la que uno pertenezca sea lo más democrática y participativa posible. Es la única forma de que votar no sea confiar.