Hace algunos días hice referencia a un artículo de Javier Ortiz en el que se hablaba de la victoria póstuma de un partido que, sin ganar ningunas elecciones, había anticipado buena parte del ideario de quien, andando el tiempo, sí las ganaría. Algo parecido (en cuanto al esquema) habría ocurrido en Francia en las elecciones de ayer.
El desplome de Le Pen puede resultar espectacular, salvo que se observen las líneas de campaña de Sarkozy, derechista entre la derecha francesa: la inmigración y la identidad francesa, que en otros momentos centraron el mensaje de Le Pen, han protagonizado las iras de Sarkozy en su campaña electoral. Llama la atención que, en campaña, la única crítica que ha podido hacer Le Pen a Sarkozy es que éste es de ascendencia inmigrante: en una sociedad acostumbrada a idolatrar a Zidane el argumento no era muy prometedor.
La derrota electoral de Le Pen es una alegría, pero menor. Quienes nos tomamos la política como un asunto laico, nos preguntamos más por los efectivos contenidos políticos que por las personas o siglas que los defienden. En ese sentido, la derrota de Le Pen es una derrota personal suya, lo cual es una buena noticia, aunque sólo sea por un comprensible rencor hacia quien lleva tantos años defendiendo unas ideas repugnantes. Pero si nos centramos en los contenidos, las ideas de Le Pen han salido más reforzadas que nunca, pues la derecha oficial las ha adoptado como propias, lo que explica que muchos ultras, tradicionalmente votantes de Le Pen, no hayan visto razón alguna para negarle el voto a Sarkozy.
El caso francés es en ese sentido parecido al español: siempre se ha reiterado la suerte que tenemos de carecer de un partido de extrema derecha gracias a la absorción de esos votos por el Partido Popular. Eso tendría sentido si el PP hubiera defendido unas políticas propias de una derecha europea y democrática. Pero cuando carecemos de un partido de extrema derecha porque el gran partido de la derecha adopta todas las posiciones que adoptaría ese partido ultra, la noticia no es tan buena: sería mejor, sin duda, que los ultras vieran exactamente qué apoyos tienen sus ideas en vez de ser canalizadas por un partido que, de vez en cuando, gobierna con sus votos.
Si la llamada derecha moderada se diferencia de la extrema derecha sólo en las formas (más moderadas) y no en los contenidos (igual de inmoderados), hemos hecho un pan como unas hostias.