Ayer nos juntamos un grupo de amigos de distintas edades en un monasterio en Tórtoles de Esgueva (Burgos) que está reacondicionando Álvaro (cuando comenzó este blog, Álvaro iba a escribir en él asiduamente: es obvio que le ha tentado más la vida monacal). En el grupo había dos niños de ocho y seis años respectivamente. Ante una pequeña pila baptismal la madre de Miguel (el niño de seis años) le explicaba a su hijo algunos ritos del cristianismo para que entendiera lo que estaba viendo. Ante alguna pregunta del niño, todos nos quedamos fascinados con la respuesta: «Sí, hijo, todavía hay gente que es cristiana».
Esa respuesta hace entender de un plumazo las posiciones numantinas que sostiene la Iglesia. Uno no puede entender las barbaridades que llegan a decir las cabezas que hay encima de las sotanas, lo alejados que están del mundo presente… salvo que sea una reacción de pánico ante la visión cierta de que se les acaba el chiringuito. El niño, Miguel, no sólo mostraba que no tenía ninguna necesidad religiosa, sino que le parecía asombroso que hubiera gente que todavía creyera ciertas cosas. Miguel va al cole, tiene amigos, conoce otra gente… pero no sabía que aún había cristianos.
En generaciones anteriores (la mía, por ejemplo, con sólo 25 años más que Miguel), el paso de la religión a la razón era un paso fundado en rupturas individuales, en exámenes racionales y críticos… Aunque en un grupo de gente afín todos fuéramos abandonando las supersticiones, ese abandono se daba mediante una transformación personal aislada. Ese tipo de transiciones individuales no pueden asustar a una estructura de poder con tantos años de asentamiento como la Iglesia. Pero la respuesta de Miguel muestra un cambio cualitativo: hay ámbitos (no pretendo decir que sea generalizado) en los que no se concibe la religiosidad, en los que lo culturalmente dominante es no haber pensado en dioses ni en hadas ni en dragones nunca,…
Es decir, la ausencia de religiosidad está pasando a ser un ámbito cultural en vez de un descubrimiento racional. El pánico eclesiástico es comprensible: si bien se puede dar el salto desde el cristianismo (o cualquier otra religión) al ateísmo mediante el uso crítico de la razón, la creencia en dioses sólo se puede incorporar por violencia o por tradición cultural (no se conoce el caso de un ateo que, reflexionando racionalmente, haya llegado a la conclusión de que una virgen encarnó en su vientre a un dios de carne y hueso tras el anuncio de una arcángel); a estas alturas de la Histora no resultaría bonito que el papado llamase a los cruzados a evangelizar espada en mano, así que, si la Iglesia pierde también el dominio cultural, está más que perdida.
Los gritos de Rouco son el canto del cisne.