Ayer se supo que una mujer, llamada Madelaine, había obtenido la ayuda de una asociación para dejar de vivir en unas condiciones que no quería soportar y que iban a ir a peor. Su hijo se quejó mucho, no sabemos si movido por intereses emocionales o de otro tipo, pero desde luego no por el amor.
Madelaine tomó una decisión que afectaba a su vida. Y a nada más. Nadie, absolutamente nadie, tenía derecho a interponerse: ni su hijo, ni el Estado, ni obispo alguno. Pero esas decisiones no son tan insólitas: pasan todos los días con enfermos terminales a los que se les ayuda a no seguir sufriendo estérilmente. Esto se hace en la semiclandestinidad. Los ciudadanos madrileños hemos vivido una persecución política a un médico de Leganés con la excusa de que habría ayudado a varios enfermos a no sufrir más de lo que desearan. Y el nacional-liberalismo, en bloque, acudió a vilipendiar al doctor (al que insultaron con todo tipo de majaderías) acusándole, en realidad, de defender la libertad de sus pacientes (no tengo ni idea de si en realidad ayudó a morir a sus enfermos, como hacen miles de médicos sensatos o no: para el caso da igual).
En 2004 el debate sobre la eutanasia («buena muerte») estuvo en los medios debido a la película Mar Adentro de Amenábar (a quien el nacional-liberalismo aplicó el alias Eutanábar). Preguntada María Teresa Fernández de la Vega, dijo que la aprobación del derecho a morir dignamente no estaba en la agenda del Gobierno para esta legislatura. ¡Como si los enfermos fueran a esperar cuatro años a sufrir en pos de la oportunidad política! Las libertades no pueden esperar; y cuando son tan vitales como la libertad de vivir y morir como uno desee mucho menos.